Carta a un asesino (opinión)

Asesino de Benson Sinekien, le escribo para manifestarle mi indignación por haber asesinado en su casa de Santa Verónica, en la madrugada del sábado pasado, a un indefenso hombre. Sé que no es el primero ni el último asesinato que sucede en estas tierras del Caribe que cada vez absorben más la sangre derramada de muchos caribes muertos por personas como usted, pero este dejó en evidencia una vez más, que el viejo y sucio oficio de ladrón, caracterizado por el arte de la astucia, en sus manos se ha convertido en una triste y repudiable obra de matón de pueblo.

Le escribo porque sueño con que los ladrones dejen de ser tan sanguinarios y, ojalá, vuelvan a ser como antes, cuando no tenían tanto odio en el corazón. Recuerdo uno de mi infancia, atrapado en flagrancia por los vecinos de mi cuadra en un patio bajo una luna de febrero. Era bajito y moreno. Tenía los ojos asustados como de venado a punto del sacrificio. Lo amarraron a un poste de madera, en la mitad de una cuadra. Al amanecer, todos los que pasaban por allí rumbo al trabajo o a la oficina, lo vieron: era el ser más solo del mundo. Y el más indefenso. Antes que someterlo al escarnio de las miradas, lo habían amarrado para que el que quisiera, para que, incluso, al que le hubieran robado una inservible tabla, así fuera 20 años atrás, le sentara un coñazo encarnizado. Y claro, muchos se lo sentaron, hasta que le hicieron sangrar la boca y las narices.

Para usted no pido lo mismo, porque estoy en contra de que la gente tome justicia por su propia mano. Para eso está el Estado. Pero sí quisiera que lo capturaran, le respetaran sus derechos, y lo dejaran podrir en un cárcel, atormentado todas las noches por el rostro bañado en dolor de Benson Sinekien.

Porque la muerte que le causó no fue por un disparo accidental en medio de un forcejeo, ni un aleve empujón desde un segundo piso ni nada parecido que denote un accidente de la vida de por medio, una maldita casualidad o algo por el estilo. No fue una muerte pendeja. No. La muerte que usted llevó a su casa fue empujada, claro, por el miedo a ser descubierto, a ser identificado por las víctimas; porque parece que la víctima se le resistió, se le enfrentó, forcejeó con usted; pero también porque en su corazón no debe haber nada que lo haga humano, una emoción, una idea, un sentimiento que lo ennoblezca. No. Usted es un asesino, y de los crueles. Porque no habría usted quedado tan mal si en medio del forcejeo con él, como resultado de una escena de mala telenovela, sólo se hubiera escapado un disparo, que pudo ser mortal o no. En cambio, usted le disparó cuatro veces. Lo mató porque lo quería matar. No fue un accidente. Fue, insisto, un acto de sevicia.

Si en ese momento aún le quedaba algo de humanidad, estoy seguro que en esa madrugada se le murió. Es usted, en este momento, un ser oscuro tomado por la muerte del alma. Un pobre diablo.

No conocí jamás al señor Sinekien, pero me lo imagino apacible, en bermudas y con una cerveza en la mano la mayor parte del día, sobrellevando el calor en su casa de Santa Verónica, al lado de su mujer. Me lo imagino amo y señor de su casa, con sus barbas de 62 años y sus ganas intactas de vivir, decidido a quedarse allí a morir de viejo, luego de haber nacido y vivido la mayor parte de su vida en Nueva York. Porque seguro que él pudo irse a vivir con su mujer a esa ciudad, o a cualquier otro lugar del mundo, pero se decidió por Santa Verónica. Es decir, que era casi un honor tenerlo allí, a pesar de la imagen internacional de nuestro país, de ser un oasis de felices ahogados en violencia, por la desgracia de parir personas como usted.      

Pero, también sé que usted no está solo en esto. La crueldad y el irrespeto a las normas las ha aprendido en sociedad. En esta sociedad nuestra que no se conmueve ya ante casi nada. Todo es normal. Nada nos toca, ni nos afecta. Estamos blindados contra el dolor ajeno. Un crimen más o un crimen menos dan lo mismo. La mayoría no se da cuenta de que en silencio, indiferente, está cavando su propia tumba. No quiere ver ni saber que puede ser su próxima víctima, en Santa Verónica, en Tubará, en Barranquilla o en Sincelejo.

Porque si entre todos nos cuidáramos de personas como usted, estoy seguro de que no se atreverían a cometer las infamias que cometen. Una sociedad que lucha contra la impunidad, que vence el miedo, que se solidariza con lazos fuertes de apoyo, de condena al crimen en todas sus expresiones, es una sociedad fuerte, saludable, casi invencible.

En cambio, estamos a merced de seres como usted, a los que, como dice un amigo, luego de que lo atracan a uno, hay que agradecerles que no lo maten.


Quizás nunca lo atrapen, algo normal en nuestro medio. Pero donde esté, quiero expresarle de nuevo mi indignación y mi dolor por lo que ha hecho. Porque como lo dijo un ilustre pensador cuyo nombre en este momento no recuerdo, quien asesina a un hombre asesina a la humanidad.   

Publicado originalmente el 12 de marzo de 2012

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