Weiner

Weiner en casa de Hernando Ayala (Circa 1978, Barranquilla)
(Foto obsequiada por Hernando Ayala).


Llegó un día a la calle 41 con 14, en La Victoria, al sur de Barranquilla, creo que traído por “El Millo”, hermano de “El Chago”, ese bizco con cara de loco que andaba metido en la casa de los González, los repeloneros.

Weiner era entonces un joven moreno, de cabellos negros ondulados y figura maciza. Tenía las manos pequeñas y la estatura también. Al comienzo llegó detrás de la bola de trapo que se jugaba con frenesí todos los fines de semana. La mayoría de lo que llamábamos “El combo”, tenía entre 16 y 20 años.

Casi todos teníamos un apodo. El que no tenía, Weiner se encargó de hallárselo y ungirlo. Creo que él fue el que rebautizó a Gabriel Mesa como “Cholla”, fusión de los términos “macho” y “olla”, inicialmente bautizado por Rafael Garrido y William Contreras. También bautizó a Mario Correa, a quien puso “El Paraguayo” a partir de una broma tonta que un día Mario quiso hacer con la nacionalidad paraguaya. Y a Javier Ahumada, que le debe su mote de “El paciencia” por su manera lenta de transportar la bola de trapo.

Y así. Los partidos de fútbol con bola de trapo eran intensos. Se jugaban los domingos desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde, bajo los soles más bravos del Caribe. Desde las nueve y media la gente iba saliendo como de sus cuevas y llegaba a la sombra del palo de matarratón de los Cardona. Cuando éramos cerca de ocho o nueve, sacábamos las líneas: dos de los reunidos, con capacidades reconocidas para el fútbol, seguros de sí mismos, hacían de capitanes y escogían uno a uno los que jugarían en su equipo. Después se recogía la plata para comprar la bola de trapo en una tienda cercana.

Rafael Contreras, “El Rafi”, era el constructor, dueño y guardador de las puertas o arcos hechos con listones de madera para techos y forrados con sacos de fique o con plástico de embalaje, clavados a los maderos sobre checas.

Entonces se iniciaban los clásicos en los que participaban los cuatro hermanos Cardona: Reynaldo, Jaime, Rubén Darío y William; Alfonso Villareal o “Villaroy”, Javier Ahumada  o “El Paciencia”, Elías Madachi o “Elías Muvdi”, Bilialdo González o “El Billo”, Mario Correa o “El Paraguayo”, Edwin o Dunis Martínez o “Los camastrones”, Quike Payeras, “El Rafi”, Álvaro Quintero o “El Montecristo”, Jorge Contreras o "Chinchurria", Gabriel Mesa o “El Cholla”, Weiner Ariza, y yo, “El Dodo” o “El Frentón”.

Eran partidos intensos, de enorme derroche físico, donde cada uno encontraba su puesto, la posición en la que mejor se desempeñaba. Antes de comenzar, armábamos la apuesta, un dinero que se reunía entre los miembros de cada equipo, y que el ganador reclamaba para gastar casi siempre al final en gaseosas o cervezas. Los partidos terminaban cuando, después de varias jarras de agua, quedábamos extenuados; o cuando la bola se deshilachaba y entre patada y patada sus tripas de lana saltaban por los aires, regados a un lado de la calle y sólo quedaba el pellejo gastado de lo que horas atrás fue una rutilante bola de trapo cubierta de una capa seca de bóxer. 

En esos inocentes encuentros conocí a Weiner Ariza Moreno. Sin embargo, varias veces durante la semana él pasaba caminando raudo, como siempre, por la 41 rumbo a donde su tío, un dirigente sindical del Terminal Marítimo, que vivía en la carrera 17. Ambos se apreciaban y se querían mucho. Weiner vivía en el barrio La Magdalena, con sus papás y un montón de hermanas, todas bellas.

De un día a otro, Weiner comenzó a mostrar sus dotes de ideólogo político de izquierda. Comenzó a hablar de la revolución, de socialismo, de la URSS, del partido, de la Juco, de la universidad, de Marx y Lenin, del viejo Engels, de la lucha de clases, en fin, temas nuevos que se robaron mi atención y mi corazón.

Porque me volví lector de marxismo, de documentos políticos e ideológicos expedidos por el partido comunista, del semanario Voz Proletaria que Weiner nos llevaba puntual. Las discusiones de esquina con él comenzaron a girar casi alrededor de estos temas. Los más interesados éramos “El Paraguayo”, Jaime y Rubén Cardona, y yo. Entre “El Paraguayo” y yo hubo una especie de emulación por ganarse las preferencias y el mayor aprecio de Weiner, que se había convertido en un líder entre nosotros. Al final, me quedé con el honor de ser el discípulo predilecto de Weiner.

Con sus ideales y convicciones era muy serio. Leía con avidez. Era culto y de hablar fluido, inteligente. Tenía un liderazgo natural, y entre nosotros era respetado y apreciado. Era una mezcla de un hombre maduro y de un joven. Vestía siempre con camisas anchas y por fuera, con los faldones casi hasta las rodillas. Permitía que le mamaran gallo, aunque se notaba que le costaba.

Contaba conmigo. Me prestaba lecturas, conversábamos, discutíamos, jugábamos dominó, bola de trapo y siglo, asistíamos a reuniones políticas los sábados en la tarde en la casa del partido, tomábamos cervezas los sábados en la noche. Nos hicimos inseparables.

Con el paso del tiempo, mi admiración y aprecio por él se me convirtieron en algo que rozaba el culto a la personalidad, una figura fomentada y criticada en el llamado “campo socialista” y en los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo. Yo lo sentía, sin saber que eso tenía un nombre y un apellido. Simplemente era un sentimiento que tenía ingredientes de una amistad profunda, de hermanos, de camaradería incondicional, de devoción de súbdito. Éramos jóvenes hermanos intelectuales, guardadas las circunstancias, como en su momento lo fueron Carlos Marx y Federico Engels, o García Márquez y Cepeda Samudio.  

Con Weiner compartí muchos momentos, mamaderas de gallo, porque tanto a él como a mí nos gustaba tomarnos del pelo, y montársela a los demás; nos reíamos a mandíbula batiente, nos burlábamos del que diera papaya, como si nos creyéramos mejores que todos, más inteligentes que todos. Era delicioso. Esto para mí era exultante. Me fascinaba saber que era el amigo predilecto del man más inteligente de la cuadra, del sector, del barrio. Yo también me sentía muy inteligente, imitaba a sus espaldas, sus gestos, sus giros verbales, su sorna, su claridad conceptual, sus ideales.

No nos gustaban mucho las fiestas. Sobre todo a él. Sólo compartíamos unas cervezas que nos tomábamos en la tienda de los cachacos de la 44 con 14, ocasionalmente en la del Viejo Fernando, si había partidas de dominó, en La Cananea de la Murillo, o en la terraza de mi casa, para tormento de mis hermanas, cuando con otros amigos jugábamos dominó hasta el amanecer, al son de aguardiente, salsa y vallenatos.

Leíamos, soñábamos, conversábamos, discutíamos, todo hasta el cansancio. Yo adquirí a su lado un sentido profundamente crítico de la sociedad, del país, del Estado, de la política, de la familia, de la educación, de todas las formas del poder.

Leía todo lo que cayera en mis manos y tuviera que ver con historia de Colombia, historia política, historias de las luchas políticas y sindicales, con Cuba, Fidel, El Che y su revolución, con Materialismo Histórico y Dialéctico, con el movimiento estudiantil. Pero también inicié entonces mis lecturas sobre literatura. En especial, las novelas y cuentos de Gabriel García Márquez, algo del llamado realismo socialista (Gorki, etc.), la poesía de Pablo Neruda, novelas de Vargas Llosa, El Túnel de Ernesto Sábato, Tolstoi y Dostoievski y algo de escritores colombianos.

Bajo ese sarampión, terminé el bachillerato en el Colegio Nacional José Eusebio Caro, un antiguo fortín de la izquierda, pero que en los años 1977 y 1978, cuando cursé allí quinto y sexto de bachillerato, ya era un león sin dientes.

Enfermo de marxismo decidí ingresar en la Universidad del Atlántico. Ya había roto con el autoritarismo de mi papá. Me aceptaron en la Licenciatura de Sociales, aunque aspiraba a estudiar Derecho. Solo cursé un semestre. Alcancé a participar en una pedrea de estudiantes de la del Atlántico contra la policía. Fue maravilloso, epopéyico. Tiré piedras con todas mis fuerzas. Me arriesgué muy cerca de la línea de fuego. Salían piedras de todos lados. Brigadas de estudiantes conseguían rocas que reventaban contra el pavimento para convertirlas en piedras livianas, en proyectiles más manejables. Sudé, insulté a la tropa y lloré entre las nubes de gases lacrimógenos. No recuerdo la razón de la protesta. El asunto es que la policía nos cercó dentro de las instalaciones de la universidad. Me asusté mucho. Pensé que me iban a apresar. Por fortuna, después de largas horas, antes del anochecer hubo un acuerdo entre profesores, líderes de la protesta y policías, para que los tirapiedra saliéramos por una puerta trasera de la universidad hacia un sector despejado de policías. Salí con el temor de que me capturaran en una esquina muy cerca de allí. Pero no. Volví sano y salvo a mi casa.

No era yo un militante clásico o tradicional de los partidos y movimientos de izquierda, sino algo extraño: aislado, temeroso. El cordón umbilical con la organización de izquierda, la Juventud Comunista, con la que simpatizaba, era Weiner. Porque nunca fui un afiliado formal. Si en algún momento vendí el semanario Voz Proletaria por las casas o si participé en reuniones políticas en la casa del partido, o si me vinculé a la organización de un paro cívico, fue más a titulo de simpatizante, de amigo, pero no de militante raso. Era, sin embargo, una condición extraña, ambigua, insegura. Me consideraba comunista, más por prestigio entre unos pocos amigos, por pertenecer a algo, por presumir, por jactarme, por apego del corazón, pero no por convicción ideológica, política. Sentía que había allí unas correas, unos fórceps, unas cuadraturas, que no me cuadraban, que no iban con mi mentalidad abierta, libre.

Weiner, aparte de la militancia política -era un cuadro de la Juco con reconocimiento nacional, que casi hacía sombra al prestigio de José Antequera en la Universidad del Atlántico y dentro de la Juco- era actor de teatro. Fue una faceta posterior, urdida en silencio. Una actividad paralela y complementaria a sus ideales. Trabajó bajo la dirección de Tomás Urueta, un apreciado teatrero de Barranquilla. Con su grupo participó en el montaje de A la diestra de Dios padre, entre otros. Asistieron a festivales nacionales de teatro, organizados por La Candelaria, entonces proclive al partido comunista. El movimiento teatral del país, y en general todo el movimiento cultural, era permeable al pensamiento de izquierda, campo considerado una de las formas de lucha de los ideólogos revolucionarios.

Por Weiner conocí a Nando Ayala, otro particular personaje, otro ser entrañable para mí, con quien quizás tuve más confianza que con Weiner. Nando era más fresco, menos ortodoxo, rockero, fumador de marihuana, lector permanente de todo, fraternal y víctima ocasional de ataques de esquizofrenia (parece que era una tara genética). Desde el comienzo se convirtió en mi hermano. Con él hablaba lo que no podía conversar con Weiner.

Un día, Weiner y Nando organizaron un curso de supuesta historia de Colombia para impartirlo entre otros amigos de la cuadra. Lo hicieron en el patio de mi casa, donde había un tablero. Tenía un fin adoctrinador. La verdad era que me envanecía que yo fuera el preferido de ellos, y en el fondo de mi corazón no deseaba que nadie más se sintiera seducido por las ideas que compartíamos. Eran celos, sin duda.     

Mi mamá miraba con discreción a Weiner. Sabía quién era. Nunca me hizo un comentario o alguna censura sobre nuestra amistad. Había notado su influencia sobre mí. Me había tornado un lector insaciable. Leía acostado en mi cama hasta la madrugada. Mi madre me llamaba con sorna “El ave nocturna”.

Sentía que algunos amigos por mí padecían en silencio de envidia. “El Paraguayo” era el primero. Por ahí cerca estaban Rubén y Jaime Cardona, tal vez un poco Jorge Contreras (quien vivió muy poco de esta aventura, porque se fue a la Policía a hacer carrera de oficial, pero con el sueño de no haber sido médico), y Elías Madachi, un amigo parlador atraído por la política, y contradictor inocente de Weiner y mío.

Weiner era estudiante de la Universidad del Atlántico. Creo que estaba matriculado en Economía, aunque esto era más una mascarada, un parapeto para utilizar la universidad como tribuna y campo de trabajo político. Sin embargo, a finales de los años setenta comenzó a sentir que debía cambiar, que debía pensar en él, en hacer una profesión y ayudar a su modesta familia. También había comenzado a hacer agua la URSS y el llamado “campo socialista”. Los tanques soviéticos habían cruzado la frontera e invadido Afganistán, y esto inició discusiones y desbandadas dentro de la izquierda latinoamericana y mundial adepta al modelo soviético. Creo que Weiner fue tocado por el descontento a contramano.

Un día me dijo que se iba a estudiar a Bogotá, que a través de unos familiares y de su tío sindicalista del Terminal había conseguido apoyo para estudiar en Bogotá. Y así fue. Arrancó para Bogotá, y prometió ayudarme para que más adelante yo también me fuera y me abriera camino en la capital. Nos escribimos durante los primeros años. Él regresaba a Barranquilla en vacaciones, y de nuevo nos encontrábamos, compartíamos, pero ya no era lo mismo. Weiner había cambiado y él también lo sentía. Yo tampoco era el mismo.

En Bogotá él adquirió un nuevo estatus. Ingresó a la prestigiosa Facultad de Derecho de la Universidad Externado y se consagró al estudio de esa carrera. Era estudiante destacado. Con tesis de grado aclamada. Su inteligencia había encontrado un mejor terreno para seguir desarrollándose. Vivía en casa de unos familiares que le brindaron comodidades. Abandonó la izquierda y se volvió un diletante, un pequeño burgués dedicado exclusivamente a su carrera y a los negocios de sus familiares en Bogotá.

Yo también mantenía el deseo de salir de Barranquilla y de irme a Bogotá. En diciembre de 1984 viajé con mi familia a pasar vacaciones a la capital. Llegamos a casa de un tío paterno, un hombre serio y cristiano de biblia debajo del brazo. Vi que esa era mi oportunidad. Y así fue. Hablé con el tío, le conté de mis planes de quedarme en Bogotá y le pedí ayuda, albergue y comida. Me aceptó. Solo pude vivir allí unos ocho meses. El tío se aburrió de mí, de mis llegadas tarde a la casa, de mi desempleo, de mis pocos aportes a la economía de su casa. Tenía razón. Sin embargo, recurrió a una miserable excusa. Se inventó la historia de que yo le había robado un aparato de su taller de carpintería, y lo había vendido. No fue cierto. Me fui indignado de ahí al apartamento de un primo, Orlando Hernández, “El Cajetón”, a unas 20 cuadras de allí, casi igual de pobre que yo, donde continué mi vida en Bogotá.

Con Weiner me encontré en unas pocas ocasiones en Bogotá. Trabajó en un prestigioso buffet de abogados. Fue viceprocurador general de la nación. Era increíble. Después de conocer de cerca y a fondo su pensamiento de unos pocos años atrás, en unos cuantos años en Bogotá había dado una vuelta total. Desde hace unos pocos años de este nuevo siglo nos encontramos de vez en cuando a conversar en restaurantes o cafeterías. Son gratos momentos. Compartimos amenas charlas de literatura, política y derecho. Como en los viejos tiempos. Él sigue igual de ávido con la lectura, curioso e inquieto con diversos temas de la vida.

Sin embargo, no he podido entender cómo una inteligencia excepcional como la suya no lo ha llevado a ocupar altos cargos en los sectores público y privado; sé que ha descollado en el ámbito del Derecho, como experto en derecho de las telecomunicaciones y como árbitro de la Cámara de Comercio de Bogotá, pero no ha publicado libros, en fin, no ha sido un personaje de la vida nacional, porque a eso parecía llamado, sino que se quedó en esa franja de bajo perfil en la que seguramente es apreciado y respetado por muchos de sus colegas, pero para quienes lo conocimos desde joven y sabemos de sus inmensos talentos, creemos que es poco. Aunque a veces pienso que sigue en la sombra, más como una muestra de una victoria de su portentosa inteligencia sobre el salvaje ímpetu de la figuración y la fama. O tal vez es dueño de una modestia infinita.


Bogotá, 11 de noviembre de 2022 

Comentarios

  1. Como siempre, me gustan tus textos llenos de vitalidad, de fuerza, de precisión, de buenas descripciones y de una memoria casi fotográfica sobre los hechos.

    ¡Felicitaciones!

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  2. Bacano, ya sabia algo de esto por nuestras conversaciones, pero aprovecho para aclararte que me hice Oficial de Policía por una decisión y no por frustración... Ahhh y yo también jugaba bola e trapo en la cuadra.
    Un abrazo llave.

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