Cabarcas ha muerto
Todos los días, Teófilo Cabacas, con más de setenta años, pasaba como a las ocho de la mañana por el frente de mi casa. Esto era inevitable, viviendo él a mitad de cuadra, y la familia Donado, la mía, en la esquina. Tenía el horario de un oficinista. Pasaba con su cabeza redonda y lisa como una bola de billar. Era de contextura fornida y de una piel morena gruesa. Caminaba con la pierna izquierda tesa y a rastras como si fuera diciendo con el pie ladeado hacia el occidente: todo esto es mío. En la mano del otro lado llevaba un bastón y su brazo izquierdo le colgaba como si fuera de trapos. Saludaba con franqueza a todos los amigos y conocidos que encontraba en el camino. Las señoras lo estimaban mucho por su caballerosidad. Respetuoso, prudente, amable y con una pasión grande por el béisbol y el boxeo, como hijo del ámbito de negros y mar de la hermosa Cartagena de Indias. Su rutina parecía como la jornada laboral de un ciudadano común y corriente. Pero, claro, así c...