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Mostrando entradas de 2015

Breve estampa del picó en el Caribe colombiano

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En Barranquilla, durante décadas los festejos populares se amenizaron por verdaderos escaparates de sonido. A continuación aparecen algunas explicaciones a un fenómeno singular. El lugar del picó en la cultura barranquillera. Los célebres duelos entre picós de Barranquilla y Cartagena. Estado actual de este fenómeno de la cultura popular. Donaldo Donado Viloria En las barriadas indómitas del sur de Barranquilla, desde los años cuarenta las fiestas callejeras son amenizadas por esos portentosos y potentes equipos de sonidos llamados pick up , pero nombrados popularmente como picó. Dice la leyenda que la música emitida por estos aparatos ha retumbado con tanta potencia, que hasta derribaron varias casas, cuartearon las paredes de decenas de edificaciones, rompieron innumerables vidrios de ventanas y dejaron sorda a media Barranquilla. Esta ciudad ha desarrollado una magnífica tradición: el bailador silvestre. Solitario o en pareja, el barranquillero tienen como máxima d...

La casa amarilla

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Una casa amarilla está en la mitad de un cerro. Tiene una terraza de baldosas rojas y una verja metálica color tierra oscura. Colgadas, en materas o enterradas en el jardín entorno, relucen trinitarias o veraneras, cayenas, helechos, crotos y begonias. Casi desde el borde de la terraza comienza la pendiente del terreno en el que pequeños árboles de mango, naranja y limón le disputan el espacio a malezas, hierbas y rastrojos de todas las variedades. Al costado izquierdo de la casa, donde está el acceso a la terraza y a la puerta principal, hay una explanada de tierra pisada en la que crecen irreductibles y triunfadoras, las cuerdas de esa grama invasora llamada Estrella o Guinea. Por el mismo lado izquierdo, pero unos metros arriba de la explanada está el portón de acceso. Frente a él está la angosta vía veredal que remonta el cerro para comunicar la vía principal de la vereda con un camino peatonal que zigzaguea entre la montaña y lleva, como un atajo, hasta la cab...

El olvidado inquilinato de la Cruz Roja

En diciembre de 1999, cerca de dos mil colombianos desplazados por la violencia se tomaron la sede de la Cruz Roja, en Bogotá. Más de dos años después, en agosto del 2002, cuando fue escrita esta crónica, aún perseveraban en la desesperación 47 familias que necesitan de la ayuda del Estado. Esta es su historia. Es una desgracia doble ser pobre y desplazado en Colombia. En la sede de la Cruz Roja Internacional, en Bogotá, aún perseveran 47 familias, unos 300 colombianos arrojados por la violencia desde diversas regiones del país, en su afán de obtener protección del Estado y una oportunidad para rehacer sus vidas en la capital. Llevan allí cerca de mil días, resultado de una guerra de desgaste psicológico y moral por parte de entidades del Estado, como la Red de Solidaridad Social. “De la red del gobierno anterior, no queríamos saber nada”, afirma con los ojos encendidos Luz Mery Moya, una catira cuarentona de Lejanías (Meta). Dicen otros desplazados, que en la Red no...

“El Cholla”

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 En esta foto de no hace muchos años, aparece El Cholla en el centro, con algunas de sus hijas. En la tienda de Fernando Vergara, un borracho amaneció acostado sobre dos mesas. Tenía la camisa abierta hasta el ombligo y cuatro veladoras encendidas, una en cada esquina de su improvisada cama. Le decían Chacho y la noche anterior había llegado en compañía de tres amigos del barrio dispuestos a tomar unas cervezas heladas, jugar dominó y escuchar vallenatos viejos del grupo de los Hermanos Zuleta. Ricardo, el hijo menor de Fernando, atendía las mesas. Era un joven espigado y corpulento que aspiraba a convertirse en futbolista profesional algún día. Sus manos eran de dedos largos, tanto que podía tomar en una mano un balón de fútbol de los grandes o llevar seis cervezas llenas desde el mostrador hasta una mesa distante. Las mesas estaban bajo la fronda de un árbol de bambú, escenario de las mejores partidas de dominó del lugar y del barrio. Los hermanos Madachi, El...

Cabarcas ha muerto

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Todos los días, Teófilo Cabacas, con más de setenta años, pasaba como a las ocho de la mañana por el frente de mi casa. Esto era inevitable, viviendo él a mitad de cuadra, y la familia Donado, la mía, en la esquina. Tenía el horario de un oficinista. Pasaba con su cabeza redonda y lisa como una bola de billar. Era de contextura fornida y de una piel morena gruesa. Caminaba con la pierna izquierda tesa y a rastras como si fuera diciendo con el pie ladeado hacia el occidente: todo esto es mío. En la mano del otro lado llevaba un bastón y su brazo izquierdo le colgaba como si fuera de trapos. Saludaba con franqueza a todos los amigos y conocidos que encontraba en el camino. Las señoras lo estimaban mucho por su caballerosidad. Respetuoso, prudente, amable y con una pasión grande por el béisbol y el boxeo, como hijo del ámbito de negros y mar de la hermosa Cartagena de Indias. Su rutina parecía como la jornada laboral de un ciudadano común y corriente. Pero, claro, así c...