“El Cholla”

 En esta foto de no hace muchos años, aparece El Cholla en el centro, con algunas de sus hijas.



En la tienda de Fernando Vergara, un borracho amaneció acostado sobre dos mesas. Tenía la camisa abierta hasta el ombligo y cuatro veladoras encendidas, una en cada esquina de su improvisada cama. Le decían Chacho y la noche anterior había llegado en compañía de tres amigos del barrio dispuestos a tomar unas cervezas heladas, jugar dominó y escuchar vallenatos viejos del grupo de los Hermanos Zuleta.

Ricardo, el hijo menor de Fernando, atendía las mesas. Era un joven espigado y corpulento que aspiraba a convertirse en futbolista profesional algún día. Sus manos eran de dedos largos, tanto que podía tomar en una mano un balón de fútbol de los grandes o llevar seis cervezas llenas desde el mostrador hasta una mesa distante.

Las mesas estaban bajo la fronda de un árbol de bambú, escenario de las mejores partidas de dominó del lugar y del barrio. Los hermanos Madachi, Elías Segundo y Lucho, tenían habilidad y sabiduría heredadas de su padre, el sargento Elías Madachi. Los Madachi habían nacido y crecido en el barrio entre juegos de niños, partidos de bola de trapo y cuentos y leyendas de personajes, algunos del bajo mundo, como El Lobito, El Rogelito, El Mandi, El Azúcar o El Sal.

La vallenata se llamaba la tienda de Fernando, aunque no tenía un aviso que la distinguiera como tal. En las cuadras cercanas y los barrios de los alrededores era conocida por su exclusiva programación de los mejor de la música de acordeón. Por los parlantes viejos y desvencijados tronaban vallenatos de todas las alcurnias. Desde el profundamente triste y popular de Juancho Polo Valencia, que no tenía dientes ni muelas, hasta el sofisticado del Binomio de Oro.

Durante la semana el lugar era una tienda de barrio común y corriente que despachaba a sus clientes mercancías para sacar de apuros, como el bastimento del almuerzo, la veladora para el santo de la devoción, el alka seltzer para el guayabo o la gaseosa helada para el calor.

María Barandica era entonces la anfitriona y matrona del negocio. Nunca se le vio calzada. Siempre andaba con sus chancletas plásticas que sucumbían ante el peso de su cuerpo de ballena. Su engominado cabello lo recogía en la parte superior de la cabeza en un moño sin forma. Era evidente que Fernando le sobre llevaba su carácter dominante y la perfidia de su espíritu desconfiado.

Ese viernes de marzo, uno de los tres amigotes del borracho velado sobre las mesas era el “Cholla”. De él fue la idea de acostarlo sobre dos mesas y ponerle las velas alrededor. Cuando su familia se enteró de esta broma, lo tomó como una afrenta y fue a reclamarle a Cholla a su casa, pero este ya se encontraba reposando su borrachera. Su nombre de pila es Gabriel Mesa, pero todo el mundo lo conocía por su apodo de guerra. Lo había recibido de boca de Tito Garrido y William Contreras en la tienda de María Torrado, en el barrio La Victoria, en Barranquilla. Allí llegaba todas las mañanas Gabriel, de unos 17 años, con una olla de aluminio y un cartón de Marlboro extendido a comprar fiado el bastimento para el almuerzo de su familia. Era muy conocido entre los jóvenes de la cuadra, la 41 con 14, por su machismo indomable. Entonces el apodo que recibió llegó por una lúcida libre asociación: “macho y olla”. De ahí en adelante nadie lo llamó por su nombre. Ni siquiera las señoras, es decir, las madres de todos sus contemporáneos. “¡Macholla!”, le gritaban desde cualquier grupo de jóvenes, desde cualquier puerta, ventana o tienda de la cuadra. Pero la obstinación de sus amigos y conocidos no hubiera sido tanto, si  no fuera por el enojo que a él le causaba el apodo.

Respondía con improperios de verdulera hacia donde viniera la voz que pronunciaba su apodo. Un día sorprendió a “Montecristo” detrás de la verja de cemento de su casa y lo levantó a puño y a patadas. El pobre “Monte” se levantó del suelo llorando con la boca rota y los cristales de sus lentes triturados y regados en la arena.

“Una vez que los divisé, -cuenta Gabriel- me di cuenta que estaban todos los de la cuadra y sabía lo que me esperaba; me fui con la olla para el arroyo, la llené hasta donde pude de piedras y, apenas empezó el coro, la bajé y le repartí piedra a todos; este fue el bautizo y la confirmación de mi apodo”.

Durante años y años la lista de enemigos sinceros o soterrados de Gabriel fueron en aumento. Un día de diciembre llegó un personaje nuevo al barrio. Marcó la diferencia, ya que era evidente su cambio con la forma de vestir y de andar de los pelaos de la cuadra. Vestía a la moda con blue jeans apretados a las piernas, camisas anchas y botas altas de vaquero urbano. Su cabello amarillo y corto le daba una semblanza de malandrito de carrera. Nadie supo cómo se llamaba, pero casi todos habían visto su apodo o nombre de combate escrito con crayola en las paredes de los billares de la carrera 21 o en los muros de la calle Murillo. Las cuatro letras de su apodo lo hacían más enigmático todavía: Jabu.

Reynaldo Cardona o William Contreras dijo que el Jabu fue el destripador de el “Cholla”, y que dizque con una feroz muñequera le bajó los humos... Sin embargo, muchos años después, en junio de 2017, Gabriel desmintió esta versión. Me dijo que jamás se dio trompadas con el tal Jabu.

Episodios como este iniciaron una larga cadena de peleas callejeras que siempre terminaba Gabriel con paliza sobre sus contrincantes. Generalmente menores que él, que acababan odiándolo y detestando su presencia en cualquier evento social o deportivo del barrio.

Entre apuestas a pulso, guitarra y trompadas

En cambio, recordó, que entre otros sí se dio su buena muñequera con otro vecino, Robinson Peña, que vivía sobre la 14, a pocos pasos de la calle Murillo. “Cholla” recuerda ese momento así: “Estábamos tomándonos unas cervezas en la tienda de Fernando Vergara y de un momento a otro surgió la idea de pulsear y apostar cervezas. Le gané cuatro veces y me pagó con cuatro cervezas consecutivas. Después jugamos dominó y también perdió conmigo. Más tarde yo comencé a cantar y él dijo, para que todos los escucharan, que lo que él sabía era tocar guitarra. Yo, de peleonero, crucé la calle, entré a mi casa y saqué la guitarra; se la di... Sabía más de maternidad... Entonces comencé a tocar, me quiso corregir y lo ofendí. Ahí empezó el pedo.

“Eran como las seis de la mañana. Nos dimos parejo. Él, viéndose perdido o sintiéndose ardido, tomó un ladrillo o una piedra y salió a corretearme. De reojo vi el celaje de que se acercaba, se lanzó para agarrarme por el cuello, pero le saqué el cuerpo y cayó como una plasta”.

Con los años, Cholla, además de ser reconocido por su apodo, también lo fue entre sus amigos y conocidos por su fuerte afición a la parranda de largo aliento, por su astucia de culebrero paisa, por su velocidad para jugar bola'etrapo, por sus bromas pesadas, por su sentido de la solidaridad y pertenencia a un combo o grupo de amigos y por su capacidad para apreciar y querer a las personas que dejaba entrar en su corazón o a las que lo dejaban entrar a él a sus corazones.     

Escoltado por policías en Medellín

Otro día, cuenta él, su familia en Barranquilla le envió a Medellín una encomienda con un viejo amigo de la cuadra, el mayor de la Policía William Contreras, uno de los autores de su famoso apodo. Sin embargo, cuando William lo llamó para contarle que tenía una encomienda para él, lo primero que este escucha es su apodo, por lo que se pregunta: ¿Pero quién me conoce en Medellín como “Cholla”? Enseguida lo supo. William lo invitó al club de oficiales de la Policía. Allí entre charla y mamadera de gallo se bebieron dos botellas piponas de aguardiente. El “Cholla” cuenta que en un momento vio a su anfitrion caminar como trompo “zarandete”. Entonces el mayor llama a dos de sus subalternos y les dice, “Llévenlo a donde él les diga”.

A continuación, “Cholla” narra lo que pasó: “Empecé a trabajar de calle (de viveza) a los pichones de policía y recorrí escoltado por ellos todos los bares a los que asistía en esa época en Medellín... Las meseras, cuando les pedía la cuenta de unas pocas cerveza, me decían: ‘No, coste (refiriéndose a costeño), Manuel dijo que lo dejara así’. Claro, con una patrulla en la puerta seguro pensaban: ‘Ese man debe ser un firme’. Yo les decía a las muchachas, en voz baja, que estaba en la cacería de un individuo altamente peligroso, pero que era alcohólico. Y así pasé hasta la madrugada tomando gratis y custodiado por dos huevones. Al día siguiente como a las siete de la mañana me llamó William. Ahí no me dijo “Cholla”, sino que me llamó por mi nombre. Me contó que por lo que había pasado la noche anterior tenía a los dos muchachos policías en el calabozo”.

Ismael y el diablo

“Mi amigo Ismael Rondón, al que le decíamos Perico (sin embargo, hace una década aproximadamente me dijo por teléfono, muy serio, que no le dijera más así), tendría unos 8 años y yo unos 11. Había una fiebre por las patinetas de madera y tres balineras, una en la dirección y dos atrás; jugaba con el viejo Isma enfrente de su casa, donde estaba recién pavimentado el tramo de la calle 41 entre la carrera 14 y la 13 . Le dije: ‘Yo me monto primero’. Me monté en dicha patineta, mientras él me empujaba, pero lo hacía muy despacio; no podía más el pelao, me cabrié y le dije: ‘¡Eche, pelao, súbete pa’que veas cómo se empuja! Se subió y le doy a 120 kms x hora. Ha perdido Isma el control de la patineta, se voltea y queda todo revolcado; cuando se levanta, veo que tiene las manos ensangrentadas: tenía completamente limados con el pavimento nuevo todos los nudos de la segunda falange de las manos. Y sale gritando: ‘¡Haya, haya, haya…!’. Así le decía él a su mamá, la difunta señora Nadia... Ella lo oye, sale a la puerta, ve lo que ha pasado y me mira con esa furia de madre, diciéndole a su hijo: ‘¿Cuántas veces tengo que decirte que no juegues con ese diablo?’. Desde ese día le aplicó al pelao la casa por cárcel. No lo dejaba salir. Yo miraba y miraba, y nada que veía a Isma...

“Pasarían unos dos meses y una tarde me puse a jugar a la chequita con mi hermano Mario en la puerta de la casa, con el cuadro del campo marcado en la arena; si la checa bateada caía adentro era foul, pero si caía en el pequeño hueco del home cuando era lanzada, era out. Cuando de repente veo a Isma que venía caminando pegado a la pared, poco a poco; yo lo miraba algo serio y no vi cuando cayó una checa en el borde del hueco; Isma se había ido por detrás de mí y era una especie de cátcher improvisado; Mario me fildea la siguiente checa y le mando el bate, que era un palo de escoba de carreto. En ese momento, imprudentemente, a Isma se le dio por quitar la checa anterior que estaba en el hueco, y le he metido ese batazo arriba del ojo izquierdo y le sale cipote de chichón. ‘¡Dios mío, otra pela más!’, dije yo. Y sale doña Nadia con una energía tan fuerte que casi me vuelve un diablo. Tremendo problema. Volvió Isma a pagar casa por cárcel”.

El comerciante

En otra ocasión, las travesuras de Cholla tuvieron como víctimas a los niños del colegio que funcionaba en su casa, el Federico Froebel, cuya directora era la mismísima doña Olga. Cuenta él lo siguiente: “Hubo una promoción excelente y habían muchos niños. Me encontraba en la casa, no recuerdo el por qué, si estaba suspendido en el INEM, no sé;  lo cierto fue que reuní en recreo a todos los niños y negocié con ellos darle a cada uno dos vueltas en burriquito por la plata de la merienda; ahí cuadraba que el que diera más, le daba su ñapa. A los pocos días comenzaron las quejas y los niños a llorar porque no tenían plata para la merienda; me sapearon, y doña Olga, que se entera de la situación, me manda a buscar por todos lados. Llego con mi cara pelá y me da cipote limpia mientras yo correteaba a su alrededor. Mi abuela, que era mi llave cerrada, le cogió el brazo a mi madre diciéndole: ‘Déjalo niña, es que él va ser comerciante’”.


Gabriel o Cholla, con su abuela materna, la señor Modesta.


Despedida en Medellín sin plata

Luego de vivir en Medellín cuatro años seguidos, Cholla tenía muchas amistades, pero debía regresar a Barranquilla. Corría 1979. Un día, Carlos Alberto, Beto, uno de sus mejores amigos le dijo: “Coste, hermano, usted tiene que gastar si es que se va para Barraquilla”. Él le respondió: “Listo, pues hermano”. Se aproximaba el retorno por varios motivos y de vaina Cholla tenía los pasajes, hasta que llegó Fernando, otro de sus mejores amigos y le dice: “Costeño, mirá lo que me encontré: un puente o chapa de dos dientes adelante y uno atrás”. No pasó el minuto cuando a Cholla se le prendió el bombillo. Fernando pensó que les podrían dar plata por los ganchos de agarre de dicho puente, ya que su material plateado podría ser costoso. Fueron hasta el centro y no les ofrecieron ni para los pasajes de regreso. Cholla le dijo a Fernando que se lo dejara y él aceptó.

Lo que sigue lo narra el mismo Cholla: “Llegó el fin de semana y ya tenía todo planeado. Nos fuimos los cuatro amigos y les dije: ‘Hoy es la despedida’. Pedí una pipona de ron Medellín, luego la segunda y después la tercera; las muchachas también bebían; igual nos tomamos unas cervezas. Despaché a dos de los amigos y me quedé con uno de ellos. Entonces armé mi obra de teatro: fingí que cogí una fuerte rabia y le dije a las meseras que los que se habían ido eran los que iban a pagar y que ahora seguro no iban a aparecer. En un momento dado, me saqué de la boca mi propia chapita de dos dientes que me faltaban a mí y me la guardé en un bolsillo. De otro saqué la chapa que se había encontrado Fernando y le dije a la que nos atendía: ‘Ya esos no van a venir’. Otra vez demostré un gran enojo, cólera. Entonces le propuse: ‘Ahí está mi chapa. Dile al administrador que se la dejo y que en una hora vengo con la plata’. La pelada, viéndome con el hueco en la dentadura, no podía dejar de arrugar la cara. Me dijo: ‘Coste, usted con esos amigos, ¿para qué enemigos?’. Allá debe estar la chapa riéndose, esperando a que la rescate. Qué pena”.

Sancocho de gallina negra de corral ajeno

A continuación, otra de las anécdotas del Cholla luego de una noche de bebeta: “En una amanecida de un sábado, el jefe del grupo de amigos de la época en el barrio La Victoria, Dunis Martínez, dijo: ‘Choi looooo, haceeeee cuuulo dee filo’, y le respondo: ‘Bueno, donde hay buena gallina es donde el viejo Madachi; habla con Elías para que me segunde y voy pa’esa’, y me dice en voz alta: ‘Vamos, y si te jode Tosco, no me vas a culpar’. Tosco era un cipote de perro, peor de rabioso que Tino, el que me mordió donde las hermanas Quintero, que también había mordido a Rosmy Donado.

“Entramos por la puerta principal de la casa de los Madachi hasta la puerta del patio y vi a Tosco que le brillaban los ojos en un rincón del patio, pero el corral estaba pegado a la puerta; de rapidez abrí el corral y pillé una gallina como pude; el perro reaccionó tarde y sacamos la gallina. Hicimos tremendo sancocho diagonal a los Martínez, en la esquina de la 40B. Al rato, la señora Nina (esposa del sargento Madachi y mamá de Elías y Lucho) cruzó la carrera 14, como de costumbre cada mañana, hacia la casa de su amiga, la señora Beatriz, madre de Dunis, y le dice que el sargento estaba echando chispas porque le habían robado una gallina; la señora Beatriz sabía, pero su hijo podría estar involucrado. Lo que resultaba raro era cómo el sargento se había dado cuenta tan rápido, si en ese corral de 2 x 3 metros aproximadamente había como 150 gallinas.

“Cuando nosotros inocentemente salíamos del patio de la casa donde se terminaba la reunión y el sancocho, porque el sol nos cacheteaba, y nos dirigíamos a la tienda La vallenata a refrescarnos con cerveza los tragos de aguardiente, divisamos al sargento Madachi con una cara de revólver calibre 38 que venía hacia donde estábamos nosotros y, sin mediar palabras, nos disparó diciendo: ‘¡Me pagan la gallina!’. Agitaba la mano derecha, donde le faltaba el dedo índice y resaltaba el dedo del medio. Nos hizo pagarle la gallina. Bueno, yo le quedé debiendo 500 pesos. Resulta que de la cantidad de gallinas que había en ese corral, acerté en pillar la única gallina negra que había allí. Me cayeron a cocotazos”.

La penitencia de los viernes

Cholla y sus socios de bebetas se rotaban cada viernes una penitencia: conseguir, como fuera, una botella de aguardiente. Así, que un viernes le tocaba a él, otro a Dunis Martínez, otro a Rafa Romero, en fin. Cholla, cuenta la viveza a la que recurrió una vez para conseguir una: “Yo tenía amores de besitos, no más, con Marisol, la hermana de Emiro Vergara, el nuevo dueño de la tienda La vallenata. Ella era una joven muy blanca de ojos azules, pero ese amor no prosperaba y no sabía por qué. Con el tiempo supe quién era el enemigo principal de esa relación: mi madre, doña Olga, quien le decía a Marisol: ‘Hija, cuidadito usted se va a meter con ese hijo mío que es muy loco’. Entonces, aproveché una ocasión en que invité a Marisol a una discoteca, para dañarle el oído. Pero bueno, sigo con la historia de la botella que un viernes me tocaba conseguir a mí; llegué a eso de las cinco de la tarde a la tienda de la familia de Marisol, y le dije a ella que me pasara una botella de aguardiente, pero haciéndome señas me dice que hay está Emiro, el mayor de sus hermanos, pero el más chiquito. Entonces, crucé la calle y entré a mi casa y descolgué el teléfono fijo. Regresé a la tienda y en voz alta dije: ‘Emiro, te llaman de Sincelejo’. De vez en cuando a él lo llamaban de larga distancia al teléfono de mi casa. Y sale Emiro y me dice: ‘¿Veedá, mono?’, y cruza la calle. Ahí aprovecho a Marisol, ‘¡Pilas, Mari, dame la botella!’, me la meto en la cintura y le doy un besito. Ahí regresa Emiro y dice: ‘Coogaron, mono’; le respondo: ‘Verdad, Emiro, de pronto llaman otra vez; la llamada se oía entrecortada’. Listo me fui a llevar mi penitencia. Colorín colorado. De todas formas, a Marisol le salió más barato, si no es por doña Olga, ya que en esa época hubiera tenido Emiro un sobrino bien hermoso”.

Bogotá, 1987
Vancouver, 2017



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