Todos los días, Teófilo Cabacas, con más de setenta años, pasaba como a las ocho de la mañana por el frente de mi casa. Esto era inevitable, viviendo él a mitad de cuadra, y la familia Donado, la mía, en la esquina.
Tenía el horario de un oficinista. Pasaba con su cabeza redonda y lisa como una bola de billar. Era de contextura fornida y de una piel morena gruesa. Caminaba con la pierna izquierda tesa y a rastras como si fuera diciendo con el pie ladeado hacia el occidente: todo esto es mío.
En la mano del otro lado llevaba un bastón y su brazo izquierdo le colgaba como si fuera de trapos.
Saludaba con franqueza a todos los amigos y conocidos que encontraba en el camino. Las señoras lo estimaban mucho por su caballerosidad. Respetuoso, prudente, amable y con una pasión grande por el béisbol y el boxeo, como hijo del ámbito de negros y mar de la hermosa Cartagena de Indias.
Su rutina parecía como la jornada laboral de un ciudadano común y corriente. Pero, claro, así como estaba, con dos o tres trombosis paralizantes encima, aunque quisiera, no podía ejecutar casi nada, con la excepción de tomar con su mano derecha un vaso lleno de ron o una botella fría de cerveza y llevarla a sus labios.
Toda su vida ejerció el oficio de la carpintería. Terminó jubilado por la primera trombosis y por la Armada Nacional. Lo recuerdo en la base naval de Barranquilla; cuando niño, mi mamá me llevaba al médico que nos atendía en ese lugar. Los consultorios estaban frente a la carpintería y en uno de sus talleres siempre estaba él con una camisa y un pantalón de dril azul. Cuando no era el serrucho, el martillo estaba en sus manos trabajando la madera. Esta imagen nunca la olvidaré.
Cuando pasaba en las mañanas por el frente de mi casa, ya todos sabían para donde iba.
Un banco de madera o una silla de estructura metálica lo esperaban en la tienda de los cachacos, adonde llegaba luego de cruzar la carrera catorce entre 41 y 44, en Barranquilla, y recorrer una cuadra de esquina a esquina.
Todos lo conocían. Bromeaba con todo el mundo. Con los niños, los jóvenes, los viejos y sobre todo con las mujeres bonitas del barrio, que muchas veces eran las hijas de sus amigos. Las piropeaba con su voz ronca y su respiración de fumador, exclamando: “¡Muñeca linda!”.
Algunas le temían. Huían o no iban a la tienda donde él montaba guardia. Todas las mañanas, las señoras que iban a comprar la vitualla para el almuerzo, lo encontraban allí sentado junto a una mesa de madera.
Al mediodía regresaba con su mismo paso a buscar el almuerzo a su casa. Se sentaba en la terraza sobre una vieja mecedora con armazón de varillas de hierro y tejido de cuerda plástica. Allí, en el calor soporífero del mediodía escuchaba las noticias de la radio. Sintonizaba el noticiero del legendario Marcos Pérez Caicedo.
Cuando pasaban las horas del calor del mediodía, regresaba con todo el peso de sus años, su boina a cuadros o su gorra de beisbolista, a la tienda de los cachacos. Sentado en el mismo banquito de madera, veía pasar la tarde. Le tomaba el pulso a todo ese sector del barrio. Los cuentos, los chismes, los problemas eran de su dominio.
Pero eso sí: siempre fue un caballero a toda prueba, a pesar de los detractores que se conseguía gratuitamente.
En las noches de cualquier día, pero sobre todo del fin de semana, siempre encontraba alguien que lo acompañara o a quien acompañar a tomarse unos tragos de ron blanco o unas cervezas frías.
Regresaba borracho al anochecer. Si no era con su tembloroso caminar apoyado en la gracia de su bastón, era a rastras apoyado en los hombros de algún amigo.
Cuando pasaba por la esquina donde nos sentábamos los jóvenes a mamarle gallo a la vida, yo le preguntaba:
_ ¡Ajá y qué campeón?
_ Voy listo, respondía con su voz pastosa.
Todos lo respetábamos y en el fondo lo queríamos.
Quería la vida porque decía: “Yo me muero cuando quiera”. Y se murió hace pocos días, seguro sin quererlo. Porque, seguro, quería emborracharse hasta la eternidad. Todo por una maldita caída en la que recibió un fuerte golpe en la cabeza, seguro cuando regresaba a su casa con el cuerpo lleno de alcohol, donde su esposa, una anciana discreta, bajita y morena, que lo esperaba con resignación o quizás con ternura.
Cuando supe de su muerte, sentí consternación y algo de rabia. Porque a pesar de que estoy lejos del lugar de su muerte, ha sido para mí algo muy cercano.
Más nunca tendremos otro Cabarcas en la cuadra.
En una reunión de vecinos, aparece el señor Teófilo Cabarcas con la mano en alto.
Bogotá, enero de 2004
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