Conversación con una estatua pordiosera (crónica)

Crónica sobre una estatua que estuvo de pie hasta hace una década en el separador de la Avenida de Las Américas, en Bogotá, hoy convertido en una troncal de Transmilenio. La Bachué de piedra llora su abandono de décadas y revela detalles de su historia.

A la final, es cierto que algunos consideran que la instalación y mantenimiento de obras de arte en el espacio público es innecesaria o superflua. Su visión pragmática no les deja entender que ese arte, debidamente entendido y apropiado por la ciudadanía, es la representación no sólo de la historia sino de la creación cultural de la ciudad.

Por este criterio obtuso, una de esas obras, entre muchas más, sufre el olvido interrumpido desde hace más de cuarenta años. Es la Bachué de piedra, deidad chibcha que hace parte del monumento levantado en su nombre a comienzos de los años cuarenta, en su lugar de siempre: el ancho separador de la fragorosa avenida Las Américas, a medio camino entre las avenidas 68 y la Boyacá.

De su estado de abandono impresionan su resistencia a desmerengarse, no obstante las huellas del desmadre del vandalismo y el desamparo. También su constitución pétrea y la belleza triste de diosa derrotada, imagen borrosa pero con girones de un antiguo esplendor, que millones de transeúntes vislumbraron alguna vez desde la ventanilla de autos vertiginosos, en la segunda mitad del siglo pasado.

Cerca, ensombrecen los detalles de su estado. Ella, Bachué, está reclinada desnuda, con el mentón pegado al pecho, sobre una roca montada en otra que tiene esculpida en su piel ondas de agua y peces juguetones. Toda esta mole se eleva sobre una cuna de piedras pardas y rugosas.

Sus senos han sido astillados a mazasos por truhanes. La cabeza y la pubis tienen manchas de pintura blanca. Rasgos indígenas severos se perfilan en su rostro maltratado, que esconde quizás, para no revelar su derrota, el dolor y las heridas recibidas sin poder defenderse. Su naturaleza mineral se lo impide. Es una estatua pordiosera.

A sus espaldas, doradas por el sol de la tarde, se levanta un entablamento forrado en losas amarillas sobre cuatro columnas de estilo jónico (griego) y dos muros a los extremos. Al frente de uno de ellos permanece, encima de un pedestal, una enorme copa de piedra. La del otro lado fue arrancada de cuajo. Debe estar en el jardín o en el patio de alguna casa cercana, decorando tiestos de begonias y helechos.

Todo el conjunto tiene aún el aura de un pasado esplendoroso. Completan la escena unos árboles silvestres, que le entregan un halo plácido y vivo al lugar.

La tarde de la visita de observación azotaba el frío. Planeaban vientos helados desde los cerros. En busca de otros detalles del deterioro, un extraño remolino de aire eleva una hojarasca amontonada en la pileta y un olor húmedo y sofocante a caverna lo inunda todo. Cruge el aire. Estoy solo en el lugar, pero cientos de personas se movilizan a lado y lado en el tráfago automotor permanente.

Rapto vital de una roca

En el rugido orquestado, una voz quejumbrosa y trémula, que en ese momento parece un susurro lloroso, se escucha mientras se presienten por el hedor, los montículos color chocolate de excrementos humanos depositados en el piso a espaldas de Bachué. Debe ser algún pordiosero escondido bajo la basura, pienso. Pero que va. Bachué, en un rapto vital, supera su letargo inmemorial y la índole insensible de sus entrañas y exclama:

¾¡Ay, ay, señor!, dígame ¿qué he hecho para merecerme esta vida de perros?, me pregunta con un temblor en la voz, más sonoro cuando modula las vocales.

¾Debe ser su localización. Esto no es el norte ni el centro, balbuceo apresurado en medio de un nerviosismo súbito, intentando construir una respuesta alentadora. Sorpresa y pánico. No puedo creer que una estatua de piedra me esté hablando.

¾Pero si yo tuve una época dorada.

¾No le creo -me atrevo a responder-. Si eso le sucedió alguna vez, tuvo que ser en otro lugar. Por estos lados es difícil pensar en un monumento o en una estatua en buen estado y menos con una época dorada, como usted dice.

¾¡Se lo juro, señor!... se lo juro en nombre de mis antepasados.

Entonces, congestionada en un torrente de lágrimas que escurrian entre sus pechos turgentes y fríos, me contó que llegó allí luego de construída la Avenida Las Américas, en 1948, con motivo de la Conferencia Panamericana, como vía de acceso al desaparecido aeropuerto de Techo, localizado en terrenos que hoy ocupa Ciudad Kennedy.

Bachué recordó que el monumento a su nombre hizo parte de una serie de lugares públicos con especificaciones generosas y con un diseño general amable y atractivo, que se construyeron o reconstruyeron en Bogotá a finales de la década de los años cuarenta.

Entre esos lugares se encuentran: la Plaza de Bolívar, el Parque Santander, los parques del Centenario y la Independencia, reconstruidos en esa época, el Parque Nacional, el Bosque Popular, la Avenida Caracas, la Avenida Colón o Calle 13, el parque de Chapinero, la Avenida Chile y la Avenida de Las Américas, además de muchos parques de barrios.

Remanentes del progreso

En esos tiempos, cuando todavía existía el aeropuerto de Techo, Bachué era un símbolo. Los vecinos la llamaban con cariño “La Gordita”, por su formas rotundas. Una fuente de agua limpia manaba lenta pero con constancia hacia la alberca y se advertía un silencio vital.

Los turistas extranjeros -contó el personaje mitológico- camino al centro, se detenían y tomaban fotografías allí. Era un oasis admirado. Completaban el panorama urbano del bulevar de Las Américas, quince réplicas de esculturas agustinianas que en 1965 fueron trasladadas a las zonas verdes de los puentes de la Calle 26 entre séptima y décima, donde aún permanecen algunas.

Una de las últimas ocasiones en las que empleados del aseo público aparecieron por esos parajes para limpiarla y arreglarla, fue en octubre de 1966 con ocasión de un desfile que encabezaron los astronautas norteamericanos Neill Armstrong y Richard Gordon, que visitaron por 48 horas la ciudad. Pasaron por allí a colocar en Ciudad Kennedy la primera piedra de una escuela distrital.

Su aspecto desastroso fue maquillado entonces. Le rasparon muchas consignas políticas pintadas a brocha gorda en columnas, muros, pedestales y en su cuerpo. Barrieron desechos y le arrancaron carteles funerarios.

Parece que desde aquellos tiempos telúricos, no se ha vuelto a remozar. El aeropuerto de Techo cerró para dar paso a El dorado, y la vía cayó en el limbo. Además, el abandono, la falta de vigilancia, el vandalismo, la intemperie, la falta de civismo y otras pulgas se han encargado de completar el estado ruinoso de hoy.

Luego de su diatriba con miles de detalles que no caben en esta crónica, Bachué se sintió desahogada y sin rencor. Las lágrimas derramadas le habían lavado el rostro mustio, aclarando su mirada de hielo.

De pronto, unas voces se acercaban. Asustada viró sus ojos estupefactos hacia donde venían. Rápido me dio la mano. Sonrió sincera, dijo gracias y quedó de nuevo congelada. Al fondo de la pileta seca saltaron dos niños indigentes con raídas y sucias cobijas al hombro. Uno traía en la mano una caja de fósforos. Con los zapatos amontonaron una pila de hojas secas que en un instante se convirtió en una pira. La tarde era fría.


Bogotá, 1993.

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