Elogio incompleto del arroz
Donaldo Donado Viloria
Es incompleto e imposible, porque
se necesitaría la percepción de los millones de personas que en la
historia de la humanidad han comido este cereal. El arroz, caviar
blanco, cuyo grano parece las larvas de las hormigas o escamoles, tiene un
sustrato a tierra cocinada, a sudor humano, a elemento esencial para la vida.
Me lo como al clima, tibio o
caliente a un hervor de quedar listo. Es un alimento noble, dócil. El blanco es
universal, pero se puede mezclar con cualquier otro alimento. Con fríjoles o
lentejas en su jugo es incomparable. Para muchos, mezclado con huevo revuelto
es una maravilla, o sumado a una sopa, un prodigio.
Otra cosa es combinarlo o
prepararlo con otro alimento que repotencie su sabor. El arroz con coco,
quizás, está en lo alto de la pirámide. En América Latina, ¿quién no ha
disfrutado ese arroz con color de piel de mujer morena, acompañado de un
pescado o de otro ser del agua, y de una ensalada de aguacate o con patacones
de plátano verde?
Podemos comer arroz al
desayuno, en el famoso calentao con fríjol, carne, pollo o huevo, al
almuerzo y en la cena. Si en cualquiera de estos tres momentos del día
alimenticio solo se dispone de arroz, su versatilidad permite inventar platos
inimaginables, salvar el golpe, disfrutar lo que se prepare con él, porque es
básico, indispensable, imprescindible.
En paella o por separado con
cerdo, pollo y mariscos, adobado con verduras y especias, es un éxtasis.
A la salida de casorios, los
felices acompañantes lo lanzaban crudo al aire, para que les cayera a los recién
casados en la cabeza, como augurio o deseo de que hubiera abundancia en la
mesa, quizás también en la cama. Era cuando el arroz recibía una connotación afrodisíaca.
En muchas películas he visto que
chinos, japones y coreanos lo comen con deleite en comedores populares,
callejeros. Los entiendo. Algunos budistas, en los altares que les hacen a sus
muertos, aparte del retrato y las flores, les ponen pequeños tazones
rebosantes de arroz blanco, quizás para que no sufran hambre en el más
allá.
En diferentes lugares cambia de
nombre. En el Caribe colombiano, al común arroz de fideos, en Bogotá lo llaman arroz
tigre o atigrado. Cuando se cocina y sus granos se abren esponjosos,
espumosos, le dicen “arroz volao”. En Barranquilla se come un arroz
único, el de lisa, un pez de mar que solo he sabido se come allí hecho
ripio y mezclado con el arroz. En esta ciudad, se vende en las esquinas de
bailes callejeros, a la salida de conciertos y partidos de fútbol, en grandes ollas
humeantes, el famoso arroz de payaso, que llaman así por el color amarillo
rojizo que resulta en la preparación al aplicarle abundantes dosis de achiote.
Además le agregan mucha grasa, manteca. Las cocineras lo sirven en verdes y
crujientes hojas de bijao con un huevo cocido encima o con un
pedazo de pollo. El arroz, luego del primer bocado, comienza a delinear en los
labios de los comensales el granate del achiote, lo que evoca la boca de los
payasos.
No hay alimento que tenga un
residuo tan celebrado como el arroz. Es la famosa pega o el cucayo, esa
costra seca, tostada y aromosa que se forma en el fondo del caldero o de la
olla. Hay restaurantes en los que lo sirven como entrada, sobremesa o
complemento. En innumerables familias es un festejo. Se puede comer cucayo
crujiente hasta hacer saltar las calzas de las muelas, terminar de partir
dientes frágiles o toser por la carraspera que en ocasiones produce en la
garganta. No importa. Lo mejor es sentir su paso pedregoso sobre los botones
gustativos y su leve y cavernícola sabor a quemado. En ese instante luminoso,
los genes, esculpidos en miles de millones de años de evolución, nos devuelven al
grupo primigenio, a la hoguera de la aurora de los tiempos. Es de allí de donde
viene el sumun, el sustrato milenario del arroz.
Mi madre, cada vez que puede, nos recuerda que su abuela, la venerable bisabuela Petra, degustaba en Puerto Colombia el cucayo con un poco de café tinto arrojado al fondo del caldero.
Apreciado(a) lector(a): si eres arrocero(a), para intentar
completar este elogio falta tu asombro con el arroz. Por favor déjalo abajo, en
los comentarios, para seguir cocinando esta sabrosa alabanza.
A propósito, mi amigo Dairo Barriosnuevo me dice que el arroz recién cocido le evoca o le huele a tierra mojada, a esa emanación que sube del suelo de tierra reseca cuando caen las primeras gotas de un aguacero.
Otro lector me dice que incluya entre las sabrosuras que se cocinan con este cereal al arroz con leche, queso y uvas pasas. Esta mezcla se me hace estremecedora. Es una sobremesa o un tentempié que nos recuerda que estamos hechos de arroz.
Mi amorosa mujer me pide que no olvide el aromoso arroz con plátano maduro que ella elabora con primor y comemos con deleite. Tiene razón. Es una experiencia casi sobrenatural. ¡Ah, y la mazamorra de plátano ultramaduro que complementa con el bendito arroz!
Una antiquísima y muy querida amiga bogotana, Mabel Romero, me ha dicho que "un plato de arroz caliente con un huevito frito, una tajada de plátano y agregarle por encima, con discreción, salsa de tomate... es la locura".
Mi dilecta cuñada Sandra Hernández me ha dicho que este escrito, al que denominó con generosidad "más un poema al arroz con todos sus ingredientes literarios y comestibles", le hizo recordar "el arroz atollado que preparaba mi mami con carnes, salchichas y verduras...". También me contó que en Vancouver (Canadá), en donde ella vive, "se come 'sticky rice' en los restaurantes tailandeses: es un arroz pegachento que se come con la mano como si fuera una porción de pan; esta clase de arroz de sabor dulzón se sirve como complemento de comidas y también como postre".
Nojoda llave, que vaina buena. Te faltó mencionar el arroz con mango biche, es toda una delicia.
ResponderEliminarHermano, ese arroz con mango biche lo puedes acompañar con un sorbete de alas de tiburón cojo. Un abrazo.
EliminarExcelente artículo amigo,el arroz siempre ha sido prioridad en la canasta familiar.Felicidades amigo. Hasta me dió hambre. Me debes un Cucayo. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Pieryn. El arroz, siempre el arroz. Te debo un cucayo. Un abrazo.
Eliminarok. buen articulo, y disfrutar
ResponderEliminarel rico arroz y preparado de manos de mi mama.
El arroz, aparte de degustarlo, hay algo previo que nos hace saber que ya está, su característico olor cocinado, ¿no sé por qué? Pero lo asoció con el olor a tierra mojada antes de que caiga el aguacero.
ResponderEliminarDefinitivamente un arroz bien hecho es delicioso. Felicitaciones por el artículo mi hermano.
ResponderEliminarAhí está mi amor pintao. Siempre inquieto y buscando temas tan grato como este. Te faltaron solamente el arroz de plátano maduro que tanto nos gusta y la mazamorra de plátano que también lleva Arroz. Mary te ama-rroz.
ResponderEliminarSin tu ama-rroz este artículo y muchos avances en mi vida no habrían sido posible. De paso, esta alabanza lo es también para tus arroces de cocina, místicos y espirituales.
EliminarDigo que falta el famoso arroz con leche, es espectacular, mi abuela era feliz con un plato de arroz con cebolla roja picada y un buen pocillo de tinto
ResponderEliminarJorgetaro1@hotmail.es
Gracias, Jorge, por tu comentario. Coincide en parte con algo que recordé cuando escribí este texto: mi bisabuela materna comía cucayo mezclado con tinto. Tu abuela acompañaba el cucayo con un pocillo de tinto. En el Caribe hay una misteriosa cercanía entre estos dos alimentos.
EliminarGracias, Rosmy.
ResponderEliminar