Vendo mi voto
Foto tomada de El Tiempo.
Por Donaldo Donado Viloria
Este escrito es un relato de ficción creado con información de fuentes reales. Cualquier parecido que pueda tener con lo que sucede ahí afuera es pura coincidencia o es prueba de una simple realidad paralela. Parece una parodia de cualquier relato periodístico en primera persona, salpimentada con irreverencias y humor.
El caso y la
fuga de Aída Merlano nos ha pringado de mierda la cara otra vez a los que
vendemos el voto. País de ingratos, de desagradecidos, que no reconocen el
inmenso aporte que le hemos hecho a la democracia colombiana.
Pertenezco al
estrato tres, pero puedo ser del dos o del uno. Es decir, hago parte de la
mayoría de la población del país, de los que más podemos votar, de “ese mar de
necesidades sociales insatisfechas”. Somos ‘el caldo de cultivo’, como de forma
rimbombante dicen por ahí quienes se las dan de expertos.
En mi familia y
vecindario, casi todos vendemos el voto. Mi abuelo lo vendía, mi papá lo vende;
yo llevo diez años vendiéndolo. No me arrepiento de continuar con esta saga.
Nos alimenta la firme convicción de que todos los políticos, sin excepción,
llegarán al poder con o sin nuestro concurso, y que una vez acaballados en el
poder público, como grandes desalmados que son, harán de las suyas con el
erario. Entonces, cobrarles por el voto es quitarles algo de lo que después nos
van a robar a todos. Esa es la base de nuestra lógica.
En 2018, ese
conspicuo exsenador conservador de Barranquilla llamado Roberto Gerlein
Echeverría le contó ante un micrófono a la periodista Vicky Dávila que,
efectivamente, la aurora de la compra y venta de votos en el país comenzó hace
muchos años en nuestra región Caribe, específicamente en unos municipios del
Magdalena que no mencionó.
En su lengua
alambicada, eufemística y sonora, Gerlein lo llamó “menester nefando” y expresó
que “desde entonces ha ido cristalizándose la conciencia equivocada de que el
elector debe ser prohijado con una dádiva económica”; también dijo: “Esa es una
costumbre inveterada, perniciosa, un poco inmoral, pero que es tradicional no
solo en Barranquilla, el Atlántico y en todos los departamentos de la Costa,
sino que se ha extendido, por infortunio, a todo el país”. Hipócrita.
Esa declaración,
en su momento, la asimilamos como una puñalada por la espalda. Porque él conoce
bien todo lo que le ayudamos en sus 48 años como congresista.
Me cuenta mi
abuelo, que inicialmente, por allá en los años setenta del siglo pasado, los
políticos directamente, sin intermediarios, solo se atrevían a ofrecer puestos
en la administración pública, las llamadas coloquialmente “corbatas” (cargo
público sin horario ni funciones, pero con salario), y algunos favores como el
pago de una radiografía o de una atención médica mayor.
Después, nuestra
insondable creatividad electoral fue sumando aportes como becas en colegios o
universidades públicas y privadas, pintarle a uno el frente de la casa, la
pavimentación de una cuadra del barrio, la instalación de una escasa y difícil
línea telefónica, una cachucha y una franela o una bolsa de cemento y unas
tejas de asbesto o de zinc. El político local gestionaba ante la administración
pública, con la que tenía fuertes lazos políticos y burocráticos, favores con
los que resolvía necesidades de su clientela, de su comunidad. Entonces el
Estado ya era un artefacto remoto, abstracto, vainas de cachacos
emperifollados.
Como las
clientelas aumentaron de tamaño con el paso de las elecciones y de la creciente
población, para el cacique o gamonal se hizo inmanejable la gestión de sus
necesidades caso a caso. Hasta que este honorable intercambio desembocó en el
pago con dinero en efectivo por cada voto depositado.
“Aquí elige el que tiene dinero, el que tiene poder. […] Aquí la gente no sabe lo que proponen los candidatos. Se elige con poder, con contratos, con puestos, con prebendas y con favores”, le contó a La Silla Vacía el excongresista Miguel Ángel Rangel, condenado por parapolítica en 2010.
Escrito dice que
en la actual campaña electoral, en algunas regiones del país, los caciques
están ofreciéndoles semillas y fertilizantes a los campesinos por su voto; en
otras, como en varias ciudades de Risaralda, les han ofrecido y entregado a
consumidores de estupefacientes con cédula e inscritos, dosis de marihuana,basuco o heroína.
En Santander, me
cuentan, están ofreciendo kits escolares, viajes turísticos, electrodomésticos,
pavimentación de vías, tanques de agua, pensiones escolares, acceso a programas
de vivienda, renovaciones de contratos temporales y regularización de
extranjeros (venezolanos) y sus familias, entre otras prebendas con las que los
políticos y sus secuaces atienden o medio resuelven una vulnerabilidad de la
gente. Todo se vale. No hay límites. Mucha gente está dispuesta.
Pero, los
políticos más descarados y tribales están en la región Caribe. En el interior
del país se mimetizan, se solapan, se las tiran de yo no fui. Aquí les da lo
mismo. Por ejemplo, un candidato a la alcaldía de Sincelejo, el excongresista
Mario Fernández Alcocer, del Partido Liberal, en el corregimiento de Chochó, en
plena campaña, anunció y entregó una cancha de fútbol y un transformador de
energía eléctrica a cambio de votos.
Marca de
origen
Pero desde que capturaron
y se fugó Aída Merlano, la situación electoral se ha complicado. “Dicen que
este año la compra de votos está grave”, le dijo un líder de barrio (comprador
de voto) de Cartagena al portal La Silla Vacía.
A nosotros, el
líder que siempre nos visita en época electoral nos comenzó a consentir desde
diciembre pasado. Nos trajo aguinaldos y otros regalos.
En la
actualidad, la aceitada maquinaria electoral es una sofisticada empresa también
montada para comprar votos que cuenta con áreas de gerencia y recursos humanos,
personal administrativo, oficinas de sistemas, de seguridad, transporte, manejo
de las casas de apoyo, pagadores, taquilleros y hasta de logística. Lograr
elegir a un alcalde o un gobernador puede costar entre 30 mil y 90 mil millones
de pesos, lo que depende de si hay otras maquinarias peleando por el mismo
cargo. Los recursos corren por cuenta de empresarios interesados, como es el
caso denunciado de Julio Gerlein Echeverría en la descubierta campaña de Aída
Merlano, o de gamonales políticos.
Debajo de ellos
están los coordinadores (por lo general son exconcejales o exdiputados), que se
encargan de recomendar o coordinar a los que se desempeñan como líderes, mochileros,
capitanes, enlaces o “puya ojos” (como les dicen cuando se roban la plata), por
su indiscutible capacidad para reclutar un alto número de votantes.
Hay políticos
que les pagan un sueldo durante todo el año, para que les trabajen solo a ellos;
no todos tienen el mismo estatus; los hay pequeños, medianos y grandes.
Estos líderes,
que son la base de la pirámide, tienen acceso al comando central de cada
campaña para recibir de cerca las instrucciones, donde diligencian formularios
de inscripción con los datos de quien los recomienda, anotan el número de
votantes que se comprometen a conseguir y firman letras de cambio en blanco
como garantía de que no se robarán los recursos de la campaña que manejarán. También
reciben allí talonarios desprendibles y huelleros para diligenciarlos con los
datos de los votantes.
Una vez los
mochileros lo convencen a uno y le arrancan la promesa de que votaré por su
candidato, el acuerdo se sella con la entrega del 50 % del costo del voto
($60.000), que este año será de $120.000 por el combo completo: alcaldía,
gobernación, concejo y asamblea, y con una fotocopia de la cédula. Como prueba
de que le pagan a uno, le humedecen con la tinta del huellero la falange del
índice derecho y la imprimen en un talonario, del que también le dan a uno un
desprendible. En el comando central, ellos entregan sus talonarios a los
llamados "punteadores", que con una lupa verifican que cada huella
plasmada coincide o no con la que aparece en la fotocopia de la cédula correspondiente.
Después, el área
de sistemas, atiborrada de decenas de digitadores, comprueba que los votantes
asignados a determinado coordinador no se crucen con los de otro, es decir, que
no se repitan. Además, en esta dependencia se designa el puesto de votación a
cada votante, como dioses omniscientes, y de paso se controla el número de
sufragios necesario en cada puesto, que deben ser diez como mínimo. Hay otra arbitraria
regla ineludible: a los votantes comprados nos obligan a zonificarnos en máximo
tres puestos de votación.
Si los
mochileros hacen bien su trabajo, reciben de la campaña un anticipo de $10.000
por cada votante y el correspondiente subsidio de transporte. Al concluir la
zonificación empieza la etapa didáctica, que consiste en visitar a cada votante
en su casa y enseñarle a votar por el candidato en cuestión.
El próximo
domingo 27 de octubre, los mochileros recibirán de las campañas el dinero
suficiente para pagar los votos acordados, también contraseñas para
identificarse y suficiente información sobre las decenas de casas de apoyo que
funcionan en terrazas arrendadas por la organización en diferentes municipios
de la región, que identificarán y ocultarán otra vez con la farsa de imágenes
de animales, flores, letras o logos, ya que ese día no puede exhibirse
publicidad política, donde no solo se harán simulaciones de las votaciones,
sino que se definirá y se pagarán los votos comprados.
Ese día de las
elecciones iré a un lugar a tomar el bus que me llevará al puesto de votación y
recibiré un refrigerio; después de que ejerza mi derecho al voto le entregaré
al mochilero el certificado electoral que me darán al votar y me pagará los $60.000
restantes. Él seguirá con sus minuciosos procesos internos de campaña.
Estas empresas
electorales saben que en cada elección por lo general un 40 % de los votos comprados
se pierde; la gente no vota por el candidato que le compra el voto.
“Aunque la
compra y venta de votos es un delito, hay que vender el voto, recibir el
cochino dinero y no votar por el corrupto que quiere quedar haciendo fraude. Es
la única forma de acabar con esa corrupción. Hay que ahogarlos en su propio
veneno”, reveló en un muro de Facebook uno de esos votantes que se les tuercen
a los torcidos.
Al día
siguiente, el que gane, celebrará. Los elegidos, en el ejercicio de sus cargos,
pagarán con contratos y cargos a quienes los financiaron. De paso acumularán más
capital y preponderancia para seguir reproduciéndose en el poder.
Este próximo
domingo 27 de octubre, después de recibir el segundo 50 % por la venta de mi
voto, iré con mi mujer y mi hija al centro comercial a comprarles regalos. Con
lo que quede, al día siguiente en la noche me tomaré unas cervezas en el billar
con los de siempre.
Los vendedores
del voto somos de la misma estirpe de raspachines, negociantes de sanandresito,
traquetos, congresistas familiares de excongresistas paramilitares, taxistas de
Bogotá en plan gavillero, guerrilleros, contrabandistas de gasolina venezolana,
tombos chupasangre, paracos, lavaperros de mafiosos, limosneros disfrazados de
limosneros, jíbaros de colegio, narcos, en fin, productos de origen, marca
nacional.
No es por nada,
pero se debería considerar que algún día aparezcamos en el escudo nacional, por
ejemplo, a cambio del istmo de Panamá perdido hace más de un siglo, presentarnos
cada año con una comparsa en la Batalla de Flores del Carnaval de Barranquilla,
protagonizar un reinado de belleza en un municipio del Magdalena cada año con
las mujeres más bellas que venden su voto en el país, crear una cátedra de
negocio electoral en homenaje a Domingo Merlano (el ilustre padre de Aída
Merlano) en las principales universidades de Bogotá, elevar a la condición de
emprendimiento la compra y venta de votos (incluirlo con prerrogativas en la
celebrada economía naranja) y elaborar una aplicación para teléfonos
inteligentes y promover sus prácticas.
Es muy grande la
deuda que tiene la democracia colombiana con nosotros. No la estamos poniendo
en riesgo, como dicen. Tampoco es esta la crisis más profunda que vive ni el
problema más grave del país. Solo evalúen nuestra contribución a la reducción
de la abstención, con la que de paso le damos mayor legitimidad a este precario
sistema de gobierno. Piénsenlo.
Este texto ilustra una gran capacidad creativa y, al mismo tiempo, refleja la inquietud del autor por destapar su descontento de esta sociedad que vive siempre debatiéndose entre dos fuegos: la moral y la necesidad de solucionar su supervivencia.
ResponderEliminarComo siempre, amor, felicitaciones.