Los bosques de Canadá se incendian en verano
El cambio climático en todas sus manifestaciones y con todas sus repercusiones es uno de los temas que más me aflige. No dejo de pensar a diario en sus expresiones cotidianas, en la farsa de los gobiernos y las empresas dizque para mitigarlo, en la indiferencia y la desinformación de la mayoría de la gente. Por eso escribo hoy sobre este tema duro, triste, difícil.
En los últimos meses de mediados de este 2017, en el oeste de Canadá he tenido la oportunidad de ver el paso de una primavera lluviosa y gris (un postinvierno) a un verano en ocasiones intenso, en otras fresco, familiar. Pero lo que más ha golpeado mi ánimo han sido los días en los que densas capas de humo cubren el cielo de ciudades y poblados de la Columbia Británica. Miles de hectáreas de bosque han ardido. Prenden fácil. Muchas veces por las altas temperaturas, que algunos expertos y medios de comunicación llaman eufemísticamente “olas de calor”, pero que no son más que expresiones del evadido y subestimado cambio climático. Otras veces por descuidos de excursionistas y veraneantes que en los innumerables parques naturales dejan hogueras encendidas o mal apagadas. Son pocas las ocasiones en las que las autoridades tienen pruebas de que se han debido a manos criminales.
Cualquiera que sea la razón, la realidad es que los bosques canadienses crepitan entre las llamas durante días y semanas. Las autoridades despliegan a esforzados bomberos nativos y extranjeros, carrotanques, aviones-cisterna, herramientas diversas y tecnología para apagar los incendios, que mientras lanzan sus llamas al cielo o después, cuando son cenizas, expulsan miles de toneladas de humo que corren llevadas por el viento y encapotan los cielos.
El paisaje resultante es espantoso. Como el de la foto que encabeza esta queja. Todo se ve difuso, bajo una nata rojiza que altera la percepción y el sentido de lo que se ve. Parece un paisaje marciano. El sol colgado del cielo es un bombillo rojizo. A unos doscientos metros de distancia todo desaparece tras el muro de humo. De noche, la luna, también rojiza, adquiere connotaciones poéticas y hasta siniestras.
En verano, en Canadá los incendios suceden a diario. Casi que se pueden preveer como los huracanes que con sus nombres pintorescos arrasan cada temporada a islas, playas y ciudades del Caribe. De acuerdo con la cantidad de agua caída en el invierno y en la primavera anterior, los expertos locales pronostican la severidad de la temporada de incendios. En algunos años, con esta tendencia que tenemos los humanos a convertir en juego las desgracias, tal vez también bauticen con anticipación los incendios que arrasarán praderas y bosques de pinos y rastrojo en los meses ardientes del verano.
Para los canadienses, los incendios forestales son normales. Hacen parte del ciclo de la vida y la muerte de la naturaleza. Incluso, no les deja de parecer una renovación. Cuando se refieren al tema, tuercen la boca, enarcan las cejas y sueltan un "qué pesar". Por eso a ellos se les ve apacibles, conformes con las capas de humo que cubren durante días sus poblados y ciudades. Humo que, curiosamente, no huele, como si durante su viaje por el aire se le erosionara su hedor a madera de pino quemada. Solo se ve. Así conviven ellos tranquilos en la penumbra.
No me conformo con esa actitud o con esa explicación resignada. Tampoco entiendo que arda allí con tanta facilidad la vegetación, así sea seca o húmeda. Nací en el Caribe colombiano, donde la mayor parte del año no llueve y la temperatura no baja de los 34 grados a la sombra. Allí todavía quedan residuos de bosque nativo en la Sierra Nevada de Santa Marta, en los Montes de María y en otras zonas. Pero con esos factores a favor de los incendios forestales, son pocos los que se desatan, en comparación con los que azotan cada año durante tres meses a los pobres bosques canadienses.
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