Buenos Aires nos quiso



Donaldo Donado Viloria

Buenos Aires es la capital de un país europeo que queda al lado de Italia y muy cerca de Francia y España. Allí llegamos, mi mujer y yo, en el vientre de un avión que aterrizó a las tres y cuarto de la madrugada (1:15, hora de Colombia) del primer sábado de abril de 2006 en el aeropuerto de Ezeiza, nombre que rebosa italianidad, como todo en esa ciudad. El aire era ligeramente frío.

Luego de los trámites de inmigración y de retirar el equipaje, salimos en busca de la guía o de la persona que nos iría a recoger al aeropuerto. Cruzamos varias puertas que se abrían solas. Antes de cruzar la última, aparecieron, dispuestos en diagonal, mostradores de empresas de alquiler de autos. Hombres y mujeres jóvenes, desde detrás, nos ofrecieron, sin gritar, pero con decisión, el arriendo de automóviles. Me sorprendió que pese a la hora, todas las compañías, la mayoría extranjeras, estuvieran allí vendiendo, sin descansar.

Al cruzar la última puerta, había varios señores con cartel en mano. Conversaban entre ellos, como viejos amigos, sin prestar atención a las personas que nos acercábamos con las maletas. Miramos con detenimiento los nombres anotados a mano sobre cartones blancos y no encontrábamos los nuestros. Ya casi agotando las posibilidades, Mary encontró el de ella: “Hernández María”, lo señaló, le dijo al señor que lo portaba que era ella, él la miró y le respondió que nos hiciéramos allí, a su lado. Comprendimos que esperaba a otros viajeros.

Desde el cielo, antes de que el avión aterrizara, no alcanzamos a vislumbrar nada de lo que vendría; ni siquiera cuando salimos del aeropuerto, oloroso a moho y a soledad, y nos subimos a una buseta, donde antes de arrancar, el cargamaletas, un hombre de unos 32 años que, sin que nadie se lo pidiera, subió nuestras maletas y las de otros cuatro pasajeros a un baúl trasero de la buseta, por lo que pensé que era un servicio propio del ‘paquete turístico’, se subió a pedir una colaboración. Fue una manifestación propia del rebusque latinoamericano, lo que me hizo pensar que no había llegado a un país “europeo”. Le di un dólar y me sentí turista.

Salimos de Ezeiza y tomamos una autopista amplia, desocupada, iluminada de amarillo, como creo que están iluminadas todas las ciudades del mundo (recuerden que antes eran azulosas, fluorescentes). Mary y yo veníamos expectantes, curiosos como niños, en busca de exaltar una calle arborizada, una fachada extraordinaria, algo, que saciara nuestras ansias de encontrar cosas nuevas, diferentes, bellas, reivindicativas de la gente de ese país, de la condición humana.

Sólo vimos un parque arborizado, antiguo, bello, al lado de la autopista, rodeado de altos edificios apagados a esa hora. Y le dije: “Cerca de ese parque me gustaría quedarme a vivir”. Ella lo miró con intensidad como buscando mis razones, mi preferencia. Unos metros más adelante, sentí que también buscaba atónita un lugar para proponerme lo mismo.

Luego de treinta y cinco kilómetros raudos, llegamos al centro, donde estaba nuestro hotel. Entonces vimos las primeras calles, majestuosas, monumentales, vacías y en penumbra. Arribamos a un hotel, al lado de una amplia avenida, la Callao: el Golden Tulipan Savoy, una construcción añeja, también a oscuras, lo que me anunció que quizá no era alta su categoría. Nos atendió un recepcionista soñoliento y comencé a escuchar el dulce cantar de los argentinos al hablar, que parece que no hablaran español sino otra lengua romance, una mezcla entrecortada de italiano, español, francés y portugués, cuya pronunciación más vistosa es hacer sonar la elle y la ye como una che. Nos registramos, subimos a nuestra habitación, la 244, sencilla, dividida en dos: a la entrada una pequeña sala con una mesa mediana pegada a la pared frontal y su silla; una lámpara sobre la mesa y la nevera bajita del minibar a la izquierda. Al fondo, el baño. Mary lo revisó con el afán de la madre que mira a su hijo recién nacido para ver si nació completo: estaba completo, tenía tina, un viejo anhelo. A la derecha de la sala de entrada estaba el dormitorio. Encendí la luz y vimos un área regular, con dos camas sencillas unidas por una mesa de noche, sobre ellas dos lámparas con caperuzas amarillas, atornilladas a la pared por un brazo movible. Nos miramos, no había una cama doble para este matrimonio cansado, torcimos la boca hacia abajo, fruncimos la barbilla y la aceptamos. Hacía calor en la habitación. Enchufé el aire acondicionado, pero sonaba muy fuerte, como un carro viejo. Mary no resiste los ruidos. Lo apagué. Eran las 4:30 de la madrugada, hora argentina. Nos acostamos dizque a dormir. El recepcionista ya nos había puesto en guardia: el desayuno se sirve hasta las diez de la mañana.

Claro, no dormimos bien. Temíamos quedarnos dormidos hasta tarde, sin desayuno y sin disfrutar de la ciudad. Además, la ventana del cuarto tenía, debajo de las cortinas, un oscurantista blackout, ideal para dormir de día. Nos levantamos como a las nueve de la mañana, nos bañamos y bajamos al restaurante del hotel a desayunar. El lugar resultó bonito, agradable, sin ser elegante o lujoso. En el centro, una mesa redonda disponía de todas las delicias imaginables para desayunar: panes de todos los colores, tortas, jugos de frutas insólitas, huevos revueltos con jamón, salchichas, cereales, yogures, frutas picadas, tajadas de jamones y de otros embutidos, en fin, ambrosías para huéspedes que se sentían reyes, como nosotros.

Desayunamos, salimos del restaurante rumbo a la habitación, pero no pude resistirme, al pasar cerca de la puerta principal del hotel, proponerle a Mary que nos asomáramos a la calle. Parados en la acera, quedamos asombrados. Le dije que camináramos una cuadra y nos devolviéramos al hotel, pero que va, cada edificio era más bello que el anterior. Fue instantáneo: nos sentimos en París, sin haber estado nunca allí. Deslumbrados. También fue inevitable recordar a Manhattan y sus avenidas faraónicas. Caminamos unas cuantas cuadras, felices, regocijados. Sin darnos cuenta, llegamos hasta la Avenida Corrientes, de las que ya teníamos amplias y gratas referencias: era la avenida de los teatros de variedades al estilo Broadway, en Nueva York, de las librerías grandes y de los precios increíbles. Era domingo, el cielo estaba nublado y el aire tibio. Apenas identificábamos las primeras librerías, todas cerradas, cuando al fondo de la avenida, Mary descubrió, desafiante, el alto obelisco. Cómo atraídos por una fuerza mágica, salimos a su encuentro. Antes, aunque se veía cerca, caminamos varios kilómetros para llegar a él.



Cuando llegamos a él, en el cruce de la Avenida Corrientes con la 9 de Julio, la vía emblemática de Buenos Aires por su anchura de río amazónico (diez carriles en cada sentido), salió el sol. No teníamos a mano la cámara fotográfica, pero ese momento quedó grabado en nuestros corazones. Caminamos en cuadro por las cebras que hay a su alrededor, prometimos volver para tomarnos unas fotos y regresamos al hotel. En el camino, comenzamos a ver y entender rasgos característicos de esa enorme y bella ciudad: que casi en cada esquina hay una cafetería o un restaurante, que con excepción de esas primeras horas de la mañana de un domingo, después veríamos repletos de personas en grupos o en parejas conversando sin cansancio, como si la tertulia fuera un arte mayor y el mejor placer de la vida.

También vimos que caminábamos por andenes amplios, en algunos sectores tapizados de papeles arrojados por bonaerenses con poco sentido del aseo urbano; que en cada esquina hay semáforos para los peatones y rampas para las sillas de los minusválidos; que unos enormes buses urbanos paraban a recoger pasajeros en fila sólo en los paraderos; que unos contados indigentes dormían sobre colchones en los portales de edificios; que la cultura italiana está presente por todos lados (en la belleza etrusca de sus mujeres, en los nombres de los restaurantes, en los menús, en los apellidos –Argentina es el país del mundo, después de Italia, donde hay más apellidos italianos); que las calles no tienen un hueco; que los conductores no hacen sonar inútilmente los pitos de sus carros; que los sitios para llamar por teléfono y navegar por internet los llaman “locutorios”, como en España; que cada cincuenta metros hay un puesto de revistas, periódicos y libros, llamados kioscos, con centenares de títulos (lo que revela que la lectura hace parte de la vida diaria de muchos argentinos); que los jóvenes de hoy se visten igual en todos lados (seguro porque también piensan igual, homogenizados por la globalización), en fin, que Buenos Aires no era una ciudad “europea” cualquiera, ni menos un ciudad latinoamericana del montón, que estábamos de visita en lo mejor de los mundos posibles del hemisferio sur.

Después de este primer paseo, Mary y yo quedamos con la sensación de que en un lugar así nos gustaría vivir en adelante. Entonces comenzamos, juguetones, a fantasear con que ella se quedaría en Buenos Aires, yo retornaría a Bogotá a llevar la carta de su renuncia a su abominable jefe, a vender el apartamento y el carro, y regresar a vivir juntos a Buenos Aires, dispuestos hasta a comenzar por trabajos difíciles, como ser meseros de restaurantes, pero eso sí, vivir en un lujoso apartamento de La Recoleta, sector muy exclusivo del Gran Buenos Aires, que conoceríamos unas horas después y que nos dejó con la boca abierta.



De regreso al hotel, vimos que el hotel no era feo, que era añejo, conservado y con la dignidad de cuatro estrellas. Que todo funcionaba con la excepción del aire acondicionado de nuestra habitación. Acomodamos nuestra ropa en el closet, mientras escuchábamos la radio local y su programación musical, después, recostados, observamos la oferta televisiva y dormimos un rato. Al mediodía vendría a visitarnos al hotel una guía de la empresa encargada del ‘paquete turístico’. En la tarde teníamos programada la primera actividad, un tour por la ciudad, por lo que antes debíamos almorzar. Llegó la guía, se llamaba Gabriela, y nos puso al tanto de todas las actividades. Supimos que dispondríamos de bastante tiempo para ir a visitar los lugares que, por nuestra cuenta y deseo, queríamos conocer. En el encuentro, entre preguntas y bromas, también estuvieron dos jóvenes turistas colombianos; por el acento nos identificamos mutuamente. La guía se marchó y nos dejó los horarios de las actividades, invitaciones a comer y a pasear. Terminada la reunión, como a las dos de la tarde, nos fuimos a buscar un lugar para almorzar, junto a la pareja que habíamos conocido unos minutos antes y que también había viajado en los mismos vuelos nuestros. Resultaron hermanos, veinteañeros, de Sincelejo; ella, Eliana, estudiante de ingeniería de sistemas en Barranquilla, y José Luis, profesional de un área que no supimos y coadministrador con su papá de un negocio de artículos de oficina en Sincelejo. Estaban, como nosotros, con la expectativa del citiy tour y pensando en salir a almorzar. Nos propusimos buscar un restaurante, y resolver el obligado almuerzo, porque no sentíamos mucha hambre. Algo ligero era lo indicado. Caminamos unas cuantas cuadras cerca del hotel y encontramos una pizzería que a la entrada tenía mesas y sillas de madera bajo toldos de tela verde, y avisos con los partidos programados ese día por los principales equipos de fútbol.



Ellos pidieron unas lasañas que resultaron de verduras, desconocidas en nuestro medio; Mary y yo comimos raviolis con salsa boloñesa, deliciosos, que al final apuramos ante la escasa hambre y la cercanía de la hora programada para recogernos en el hotel. Antes, hicimos bromas con la mesera, preguntándole por la programación de partido del campeonato argentino de fútbol durante la semana que comenzaba. Yo tenía el deseo de asistir a un partido del Boca Juniors o de River Plate. Pero, la información fragmentaria que me entregó me hizo pensar que regresaría a Colombia sin vivir desde la tribuna la máxima pasión de los argentinos. Además, como detesto conocer una ciudad y no involucrarme en algún festejo o rito popular con sus gentes, pensé que un estadio repleto con aficionados vociferantes y apasionados podría ser el mejor escenario para asomarme al espíritu de los argentinos del común.

Regresamos al trote al hotel, temerosos de que nos dejara el tour. Llegamos a tiempo. A los pocos minutos llegó la guía y nos embarcó en un enorme bus. Creo que recogió a otros turistas en varios hoteles. Cuando completó el cupo, nos llevó por lugares muy hermosos. Entonces supimos que Buenos Aires era verdaderamente bella, sorprendentemente amplia, de visitados parques de árboles altos y frondosos, de una maraña de avenidas anchas, conectadas con puentes y glorietas, y de cuadras interminables de edificios de estilo art noveau, que un joven colombiano que conocimos allí, residente desde hace unas tres semanas, comparó con subir y bajar la avenida Jiménez miles de veces.

Desde la ventana del bus vimos las calles de La Recoleta, su célebre café La Biela, la fachada del cementerio donde están las tumbas de los aristócratas argentinos; llegamos hasta la Plaza de Mayo, célebre por las abuelas y las madres que aún buscan a sus hijos y nietos desparecidos por la dictadura de los años setenta, sede del gobierno, la Casa Rosada, de la catedral, y de otras instituciones. Allí, Cecilia, la guía, nos dio 20 minutos para que nos bajáramos e ingresáramos a la catedral. Mary y yo nos fuimos hasta la plaza, observamos la Casa Rosada, nos tomamos unas fotos con su fachada como telón de fondo y ante otras edificaciones, como el monumental Banco de la Nación Argentina, una bella mole de mármol con unas columnas de unos treinta metros de altura.

En un momento del recorrido, un acompañante de Cecilia, la guía, pasó por cada puesto y le tomó una foto a cada pareja. A Mary y a mi nos pareció curioso, extraño. Posamos a regañadientes, porque sabemos que detrás de esas aparentes acciones sin sentido hay la búsqueda de dinero. De nuevo, el rebusque latinoamericano en todo su esplendor. La guía anunció que al final nos darían una sorpresa. Unos minutos más tarde, el improvisado fotógrafo, sigiloso, se bajó del bus.

Después nos llevaron  hasta el barrio La Boca, sector histórico a orillas del río de La Plata, donde anclaron los inmigrantes europeos que arribaron a Buenos Aires a finales del siglo XIX, pero que hoy está en lamentable decadencia y en inocultable pobreza material, con excepción de Caminito, una colorida y viva calle de artistas y artesanos, de cafés y restaurantes, que tienen como atracción a jóvenes parejas que bailan tango en la calle; en las afueras de un café vimos a la primera pareja en vivo moverse al ritmo de ese sentimiento triste que se baila, el tango: era un rojizo, fuerte y simpático señor de unos setenta y cinco años, que bailaba con aire caballeresco con una señora del público; a él se le veía vital, feliz, completo.

En La Boca todo está dispuesto para venderle algo al turista: una artesanía como souvenir, un cuadro de las calles del barrio, un café adentro o en la terraza de un local, una visita a un  conventillo (un inquilinato de arrabal donde se refugió mucha gente contra una peste de fiebre amarilla a comienzos del siglo XX) o una entrada a La Bombonera, el templo donde juega el Boca Juniors; ingresamos al estadio, pasamos de largo por su tienda y por el Museo de la Pasión Boquense, y entramos, por seis pesos argentinos (dos dólares) a unas empinadas y angostas tribunas, porque tuvimos la mala suerte de que la noche anterior hubo un concierto allí, y estaban desmontando el escenario, por lo que vedaron la entrada normal hasta el gramado.              

Mary y yo nos dimos una vuelta por el barrio, descubrimos su vida bohemia, su olor a puerto, presentimos detrás de tapias y portales las tragedias de amor que dieron origen a muchos tangos, miramos hacia dentro de las casas y observamos la pobreza amontonada de sus habitantes, y vimos al frente de un café a una orquesta en vivo interpretar música seudotropical, que sólo bailaba arrebatado y sudoroso un hombre maduro con cara de malevo y con cicatrices frescas en el rostro. De tanto mirar, casi nos deja el bus del tour.

Salimos de La Boca por el viejo puerto rumbo a Puerto Madero, otro viejo puerto abandonado, pero transformado a comienzos de los años noventa en sede de restaurantes de lujo, hoteles categóricos y oficinas de grandes multinacionales. En el camino vimos las herrumbrosas grúas del puerto boquense, las pútridas aguas contaminadas del río, las bodegas que se caen a pedazos, las paredes leprosas. El abandono es  monumental.

En una de las calles adyacentes de Puerto Madero, la guía nos recomendó, entre todos los restaurantes de comida argentina, a uno conocido como “Sigue la vaca”. Pasamos por su frente, vimos más allá los diques, los jardines y el canal del puerto. Nos detuvimos unos metros más adelante, y el fotógrafo improvisado volvió a subir al bus. La encerrona estaba consumada. La guía anunció que él nos entregaría una foto para el recuerdo. Resultó que mientras nosotros disfrutábamos del recorrido por la ciudad, él montaba las imágenes de nuestros rostros fotografiados sobre los de una portentosa pareja que baila tango en Caminito. No lo podíamos creer. No nos reconocíamos, nos daba risa vernos así. Yo aparecía con un tórax de una brazada de ancho y mi mujer con unos pechos como patillas, pero la recibimos como un souvenir. Y claro, como nada es gratis en este mundo, la fotico tenía un costo de treinta pesos argentinos, es decir, diez dólares, es decir, 22 mil pesos colombianos. Además, para suavizar el trago, dizque obsequiaba un CD con doce clásicos del tango. Recodábamos las palabras de Cecilia con su acento cantarino, una media hora atrás, cuando se refería a lo que se dice de los argentinos por el mundo, “…que somos cancheros, fanfarrones…”. 

    

El último tramo del paseo fue en el barrio de San Telmo. Eran las seis de la tarde. El bus nos dejó allí a todos, para que visitáramos una feria artesanal y de antigüedades, que sólo funciona los domingos y que tiene como columna vertebral una calle de elegantes y refinados anticuarios. La calle es empedrada y caminaban personas de diversas nacionalidades revueltas con argentinos de plata; a un lado se estacionan hombres que hacen de estatua, imitando la figura de Gardel o a un impecable soldado romano, o un hábil titiritero que manipula a un muñeco que hace de borracho y cuenta su trágica historia a ritmo de tango. Son múltiples las atracciones de circo de la vía, pero los asombros están reservados a los objetos decorativos que exhiben las vitrinas de los anticuarios: hermosos, caros, finos, inalcanzables.

Sin embargo, luego de caminar varias cuadras, encontramos un parque atiborrado de tenderetes, ventas callejeras y visitantes de un mercado popular de antigüedades, similar al también dominical mercado de las pulgas del centro de Bogotá, pero donde alcanzamos a observar, en pleno ritual de recogimiento y desmonte, que había artesanías y objetos decorativos de reconocible valor artístico.

En una esquina del parque alcanzamos a ver bailar tango a un cuarentón de camisa y pantalón negro, sin sombrero ni chaqueta, con una veinteañera de vestido de noche. Podían parecer padre e hija, pero por la forma magistral y apasionada como bailaron varias piezas de tango, pero sobre todo por las miradas de fuego que se cruzaban cuando bailaban, puedo jurar que se amaban sanos como hombre y mujer. Además, creo que no vi bailador más diestro que él, con excepción de otro que vimos dentro de un espectáculo que presenciaríamos la noche siguiente en una exclusiva tanguería de San Telmo, entre los ocho o diez que vi bailar durante los siete días en Buenos Aires.

Presenciamos la desbandada de expositores y visitantes de la feria de San Telmo. Nos quedamos en la esquina de una avenida, perdidos, sin saber hacia donde dirigirnos. Saqué de mi mochila arhuaca un mapa de la ciudad, que había llevado desde aquí, lo que nos ayudó a ubicarnos. Teníamos duda acerca de la avenida donde estábamos parados, preguntamos y supimos qué tan lejos estábamos del hotel. El ánimo nos sobraba, aunque ya registrábamos el cansancio propio del viaje de arribo, que había comenzado la tarde anterior. Decidimos irnos a pie. Era temprano, además, en esos días, la luz del sol no desaparecía antes de las siete de la tarde-noche. Caminamos como locos enamorados. Esa sería nuestra primera gran caminata de varias que padecerían nuestras piernas y pies en los próximos días. No se trataba de ahorrar dinero al no tomar un taxi, sino de conocer, de mirar, de escuchar, de vivir. Miré el mapa y le propuse a Mary una ruta en diagonal por entre grandes avenidas y calles de barrio olorosas a basura y a excrementos pisados de perro.

Caminamos como una hora intensa. Antes de llegar al hotel buscamos algo de comer. Nos acordamos de una cafetería especializada en empanadas que habíamos visto a la hora del almuerzo. Pedimos dos empanadas criollas, que resultaron muy deliciosas, y una botella de cerveza Quilmes como del tamaño de una botella de vino: trae tres o cuatros cervezas convencionales. Como a las ocho y media ingresamos al hotel. Subimos a la habitación, nos lavamos los dientes y nos fuimos a dormir. Caímos en un estado vegetal del que salimos a la mañana siguiente como a las ocho de la mañana en medio de la seductora oscuridad del cuarto.

A la mañana siguiente disfrutamos del desayuno en el bonito restaurante; allí nos encontramos con Eliana y José Luis, intercambiamos las historias de lo que hicimos y nos preguntaron sobre los planes que teníamos para ese día. Le contamos que teníamos pensado averiguar por un outlet de una marca de ropa, Lacoste, ya que yo tenía pensado comprar algunas prendas para luego revender aquí en Bogotá entre varios amigos de mi hijo José Luis, (sí claro, el rebusque latinoamericano) que le manifestaron interés por esa marca, aunque de origen francés, pero que por tener una factoría en Buenos Aires, los precios resultaban mucho más bajos que en Colombia. Entonces acordamos salir para una zona comercial en busca del outlet, cuando José Luis, el sincelejano, llega con la información de que allí en el hotel estaba una persona dispuesta a llevarnos gratis cerca de un almacén donde vendían ropa de Lacoste, pero que antes debíamos acompañarla a un almacén de productos en cuero. Ni cortos ni perezosos hablamos con ella, Fernanda, y nos dijo que nos llevaba, sin ningún compromiso, al almacén que le pagaba por llevar desde hoteles a potenciales clientes, y que muy cerca de allí había almacenes con la ropa que buscábamos.

Nos fuimos los cinco en dos taxis. Cuando llegamos, un empleado del almacén pagó el costo de las carreras. Entramos al almacén y, para mi fortuna, vendía sólo productos en cuero para mujeres. Sólo tenía pensado comprar en Buenos Aires las prendas de Lacoste con fines comerciales. El dinero no me alcanzaba para más. Eliana, que parecía muy interesada en la compra de una chaqueta, finalmente no adquirió nada, en cambio, Mary  quedó hechizada por una roja; se enfrascó en una negociación con la vendedora, una bella mujer que nos habló, no sabemos si con la verdad, de un abuelo paisa. Con ella y con otra vendedora terminamos hablando de varias novelas de García Márquez, de los Buendía como una familia común, que la segunda apreciaba mucho. Al final, hubo una leve rebaja y compra. Mary salió contenta con su chaqueta roja dentro de una bolsa blanca.

De allí Fernanda nos llevó a la esquina y nos señaló un almacén donde vendían ropa de marcas reconocidas entre las que estaba Lacoste. Entramos, miramos, propusimos una compra jugosa, pedimos rebaja, la vendedora llamó a la administradora del almacén, una señora muy amable, que nos propuso el cielo y la tierra con tal de que compráramos allí. Con habilidad de abuelo paisa que no tengo, le dije que volvería, que ese era el primer almacén que visitaba y que por lo tanto necesitaba obtener otras referencias, es decir, otros precios. Sin embargo, me prometió una rebaja de hasta el 20 por ciento de los precios que me había dado. Allí le pregunté a la vendedora por el outlet de Lacoste y me dijo que ella no sabía de la existencia de ninguno de esa marca en Buenos Aires. Desconfié. Allí también nos enteramos de otra marca de ropa, esta argentina, con prestigio internacional, pero muy poco conocida en Colombia, Kosiuko. Eliana y José Luis, jóvenes criados en estos tiempos de las dictaduras de las marcas, sí compraron ropa de marca en este almacén.

De allí salimos rumbo para la zona de los outlet de Buenos Aires. Preguntando por aquí y por acá y guiándome por el mapa de la ciudad, supe por donde quedaban. Buscamos la más próxima estación del metro, que allí llaman “el subte”, apócope de subterráneo. En el camino, entramos a una vinería, un sitio pequeño, elegante, con las paredes tapizadas con vitrinas de vinos argentinos, franceses, californianos, españoles y chilenos. El vendedor, ante una pregunta necia de principiante en asuntos enológicos, nos dio una breve y sustanciosa cátedra de temperaturas, cepas, tiempos de cosecha y demás. Mary y yo compramos dos botellas de un vino argentino, pero a la hora de pagarlo no tenían vueltas para un billete de cien dólares. Me dijeron que cerca de allí había una casa de cambios. Caminé unos cien metros y la encontré. Quedaba al fondo de una agencia de viajes. Tomé un turno de un dispensador, esperé sentado en una cómoda silla y entregué el billete a un hombre detrás de una ventanilla. Lo revisó y me pidió una identificación. Saqué mi pasaporte, lo miró, me preguntó que cuándo había llegado, le respondí y me dijo que le iba a sacar una fotocopia a la página identificatoria del pasaporte. No vi ningún problema, me lo devolvió y me entregó un documento oficial donde constaba que esos pingües cien dólares no habían sido logrados de forma fraudulenta o ilegal. Firmé y me dio los 305 pesos argentinos. Unas horas después supe porqué tanta cautela.

Regresé a la vinería, pagué y salimos. Encontramos a unas pocas cuadras la estación del subte. Supe, que en el caso de no ingresar a las tribunas de un estadio abarrotado de hinchas argentinos, el metro podría ser la mejor oportunidad para conocer a los bonaerenses de monte adentro, a la Buenos Aires popular, a la Buenos Aires trabajadora. Y así fue. Antes, encontramos muchos papeles en las escaleras de ingreso al metro, en los corredores. Me acordé del metro de Caracas, donde en cambio no se ve ni una colilla de cigarrillo ni el papelillo de un confite.

El metro de Buenos Aires es gratamente viejo como lo es todo en esa añeja ciudad. No obstante, se encuentra en muy buen estado. Dentro, los vendedores que padecemos los usuarios de los buses bogotanos, los sobrellevan con aparente tranquilidad los usuarios del metro. Los hay de todas las baratijas, como aquí.

La gente que viaja sola lee, mira sin parecer que mira a los demás, al infinito, o le busca charla al que va al lado; los que van en pareja o en grupo conversan como si estuvieran en medio del estadio o en una plaza de mercado, con voz alta y con efusividad. Los jóvenes, obvio, visten muy informales, no les faltan los tatuajes en hombros o cintura, los piercing y las gafas para el sol aunque no haya sol; algunos, en los días soleados, llevan livianas chancletas de playa. En el metro no se puede fumar, como en ningún lugar cerrado, pero los bonaerenses fuman bastante mientras caminan. Se siente en el aire la preferencia por el tabaco negro.         

Luego de un cambio de ruta, llegamos a una estación debajo del centro comercial Abastos, donde teníamos una invitación gratuita a almorzar. Caminamos por sus perfumados y relucientes corredores. Encontramos un almacén exclusivo de Lacoste, un referente apropiado para tener precios más cercanos a la realidad. Y así fue. Se trataba de una franquicia de la marca francesa y tenía precios ligeramente más económicos que los del primer almacén. También le pregunté a la vendedora acerca del outlet, y como si le hubiera preguntado a Judas, lo negó con la sutileza de que no tenía conocimiento de su existencia. Con esta segunda indagación, estaba comenzando a dudar de la idea que había traído de Colombia, de que en Buenos Aires existía un punto de fábrica, un outlet con precios muy bajos.

Salimos de allí y buscamos en la plaza de comidas del mismo centro comercial, -que a Mary y a mí se nos pareció, arquitectónicamente hablando, con sus arcos y vidrios, a la estación de ferrocarriles intermunicipales de Nueva York-, el restaurante donde podríamos reclamar un almuerzo de pollo con vegetales. Lo encontramos y reclamamos el pedido. Parecía un plato chino, pero resultó agradable y en la cantidad suficiente. Nos tomamos unas fotos y salimos para el sector de los outlet, en el barrio judío.      

A la salida de Abastos encontramos un lugar de tangos, donde al lado de una estatua en bronce de Gardel le tomé una foto a Mary y a nuestros amigos. La tarde era soleada, con unos 21 grados centígrados. En el camino a los outlet entramos a varios almacenes. En uno, Mary se compró una coqueta piyama color fucsia; hasta que llegamos a uno que sólo vendía ropa de la marca Kosiuko y vi que ofrecía piezas con algún defecto y a buen precio. Allí, al señor encargado de recibir y guardar los paquetes de los visitantes, le pregunté por el outlet de Lacoste y me confirmó su existencia y me soltó sus precisas coordenadas. Lo ubiqué en el mapa y le conté a mis compañeros de aventura. Salimos hacia allá. Caminamos como unas diez cuadras más, antes ya habíamos caminado como quince, y lo encontramos. Vi la oferta, con calculadora en mano cotejé los precios y me decidí a comprar camisas, camisetas polo y pantalones para adolescentes. Salimos de allí  con dos bolsas repletas.

Revisando el mapa, noté que cerca de ese sector había una estación del subte. Preguntamos en el camino, y llegamos a ella. Lo tomamos de regreso al hotel. Nos dejó en una estación como a unas tres cuadras. Llegamos como a las siete de la tarde-noche y a las ocho nos irían a buscar para llevarnos a una cena y a un show en un tradicional sitio de tangos de Buenos Aires. Abrí una botella de vino. Mary quiso que estrenáramos la tina. La puso a llenar con agua caliente, pero resultó muy caliente. Para que se enfriara decidimos esperar, pero el tiempo pasaba en nuestra contra. La mezcló con agua fría, pero, sin nosotros adentro, ya amenazaba con rebosarse. Nos aventuramos, entramos poco a poco, se derramó el agua que sobraba y nos sumergimos en un baño delicioso.

Arribamos antes del show al restaurante y tanguería La Ventana, en San Telmo. El interior del lugar, su diseño y decoración resultaron de una presencia absolutamente especial por su belleza. Destacan la construcción de su salón principal y de balcones a los lados en un ladrillo rojo, pequeño. Al fondo, la boca del escenario cubierta por un telón como de un terciopelo amarillo brillante. Su luz de taberna medieval, sus escaleras de madera y sus espejos rutilantes. Nos ubicaron en el segundo piso. El espacio estaba ocupado por mesas y sillas. Inicialmente nos iban a ubicar en un balcón, en mesas para dos personas, pero como éramos cuatro pedimos el cambio. Nos asignaron una buena mesa en el salón principal. Reparamos y comentamos sobre los encantos del lugar, observamos a los comensales vecinos (muchos colombianos), recibimos la carta.

Teníamos derecho a pedir una entrada, un plato fuerte, un postre, toda el agua que quisiéramos y una botella de vino para dos personas. Los cuatro pedimos carnes argentinas. Al final, casi nos chupamos los dedos. El espectáculo de tango estaba previsto para comenzar a las diez de la noche, luego de la cena. Arrancó a las diez y diez, y ya escaseaba el vino en nuestra mesa. Nos habíamos bebido dos deliciosas botellas de vino.

No quedó más que concentrarnos, a palo seco, en la presentación del grupo de intérpretes y bailarines de tango, que con la barriga llena y el corazón contento aplaudimos plenos, exultantes. Mary lanzaba sus grititos de felicidad cada vez que terminaba una pieza musical, por lo general, un clásico del repertorio tanguero. Además, las ejecuciones de las parejas de bailarines eran solemnes, precisas, contenidas. En algunos momentos, él o ella realizaban algún pase de riesgo con aire magistral, lo que nos arrancaba admiración y aplausos.

Sin embargo, lo que más me gustó fue la presentación de un grupo de música típica argentina, en el que destacó un bailador, con pinta de gaucho, que ejecutó varias piezas acompañado por el ritmo frenético de unas bolas atadas al final de unas cuerdas como de un metro de largo, que hizo girar y golpear contra las tablas del escenario con maestría y gusto de hábil percusionista. Eran como dos ventiladores a su disposición, uno en cada mano, con velocidades reguladas y sincronizadas para que no se enredaran. Soberbio.   

El show terminó cerca de la medianoche. Salimos extasiados. Ya en las afueras, Eliana habló con uno de los coordinadores del transporte, que nos asignó lugares en una buseta que nos llevó hasta el hotel. En el camino de regreso hicimos bromas con otros comensales contentos, también colombianos. Mary y yo subimos a nuestra habitación y rematamos la botella de vino que quedó comenzada durante el baño de tina.

Dormimos como ángeles. A la mañana siguiente, tomamos un delicioso desayuno. Ese martes tendríamos la mañana libre, y en la tarde, a partir de la una, un paseo hacia el delta del río Paraná, en las afueras de Buenos Aires. Después del desayuno, dejé a Mary haciéndole siesta al desayuno, salí a un locutorio cercano y le escribí un mensaje a José Luis, mi hijo, para contarle de nuestro viaje, saber cómo estaba él y consultarle su conocimiento y las bondades de la ropa de marca Kosiuko. Pagué medio peso argentino (unos $1.500) por media hora de Internet.

Regresé al hotel y me incorporé también a la siesta de rigor. Bajamos al lobby a eso de la una de la tarde. Era una tarde espléndida, luminosa. Nos montamos a un bus enorme, paseamos durante una hora, por calles del centro, en un recorrido por los hoteles en busca de turistas. A nosotros no nos importaba. Disfrutábamos cada tramo, cada parada, todas las esperas. Era la ocasión para observar el color de las hojas de los árboles, el tamaño de las ventanas, el caminar de aquella morena (las morenas que hay en Buenos Aires son, por lo general, brasileras), los rostros de los conductores, los nombres de los negocios, las fachadas de cada edificio, en fin.

Salimos por el sudeste, por la  avenida Libertador, del Gran Buenos Aires hacia la Provincia de Buenos Aires, una simple división política y administrativa, pero que geográficamente es la misma ciudad. Íbamos hacia una zona residencial exclusiva de la provincia. Pasamos por un malecón del río de La Plata, que no es platinado sino marrón y que en esa parte parece un mar tranquilo, no se ve la otra orilla, porque tiene una anchura de unos 47 kilómetros; también por el aeropuerto que concentra el tráfico de pasajeros desde Buenos Aires hacia el interior del país y viceversa; no es pequeño ni tampoco los aviones que recibe y despacha; así mismo, vimos la residencia privada del presidente Néstor Kischner, de donde parte y regresa en helicóptero, todos los días, hacia y desde la casa Rosada. Es el sector de San Isidro, barrio de casas solariegas, de dos plantes, jardines enormes y presumibles residentes de dedo parado.

Por San Isidro pasa un pequeño tren eléctrico que recorre pequeñas veredas del litoral. El bus arribó a la estación de San Isidro, localizada detrás de un solitario y apacible centro comercial de ladrillo rojizo, de senderos y corredores, donde luego de recorrerlo y de comer algo ligero, nos subimos al trencito eléctrico. Lo que vimos de allí en adelante fue de fantasía: condominios de casas como pequeños castillos aristocráticos, árboles con las hojas pintadas de amarillo por el otoño austral, la vida campestre de una pequeña villa europea. Dos estaciones más adelante descendimos y nos subimos de nuevo al bus, que nos llevó hasta la población de Tigre, una ribereña población dormitorio de muchos empleados y trabajadores de Buenos Aires.   
           
En el puerto de Tigre, de corredores limpios, con barandas y rampas hacia el río Tigre, nos embarcamos en una especia de catamarán, de yate enorme, cuyo interior semejaba a un ancho bus intermunicipal, rumbo al delta del río Paraná. Al abordar también nos tomaron una foto a cada uno, pero ya sabíamos de las pérfidas intenciones del fotógrafo; además, si llevábamos nuestra cámara, ¿para qué pagarles fotos a otros? Sentimos el encendido de los motores, zarpamos, y el guía, micrófono en mano, comenzó a narrarnos la historia del lugar, las características de sus habitantes, los latidos de su economía. Unos doscientos metros después de zarpar llegamos a la desembocadura del río Tigre en el Paraná y comenzó la aventura visual por un paisaje de maravilla. Consiste en un rosario de islas, como es todo delta, cerca de la desembocadura del Paraná en el océano Atlántico, habitadas por unas tres mil familias desperdigadas por el archipiélago. Son casas independientes, unas ostentosas, otras humildes, derruidas o palaciegas. Gozan de los servicios de agua, luz y teléfono. Aparecían como un asombro en medio de una curva, entre la vegetación espesa. En un momento me sentí en una novela con escenario en algún río del sur de los Estados Unidos, y que de pronto nos íbamos a encontrar con Faulkner sentado en una mecedora en el portal de su casa, bebiendo tequila, o al gigante de Hemingway con botas de pescador hasta la ingle, caminando con un rifle en una mano y con sus aperos de pesca en el hombro.

Cada casa está construida en un pequeño terraplén o sobre troncos para enfrentar las embestidas de las inundaciones provocadas no por la lluvia, como estamos acostumbrados en nuestro país, sino por la fuerza descomunal del viento del sudeste; al frente de cada casa una hay un pequeño muelle de madera, que de acuerdo con la alcurnia económica del dueño, depende su brillo u opacidad.

Entre las islas hay iglesias, escuelas, puestos de salud, cafetería, una lancha bombero y hasta una lancha policía.

Fue cerca de una hora de contacto con un mundo de agua, vegetación y soledad. Sólo vimos a una niña saltar sobre la hierba de un jardín; también nos tropezamos con algunos solitarios remeros sobre botes pequeños, y con el barco tienda, una embarcación mediana atiborrada hasta el techo de todo tipo de alimentos y de artículos para el hogar. Repito, el escenario ideal para una novela de aventuras.

Al final de la tarde regresamos a Buenos Aires. Eliana, José Luis, Mary y yo nos quedamos en La Recoleta. Ingresamos al centro comercial Buenos Aires Design, vimos unas pocas vitrinas, nuestros acompañantes se detuvieron en Hard Rock Café y compraron una camiseta, reclamaron un obsequio y salimos. Al lado está la basílica de Nuestra Señora del Pilar. Nuestros acompañantes decidieron entrar a elevar una oración, Mary se les plegó y yo los acompañé. Igual que cualquier iglesia del mundo católico. Estuvimos allí unos cinco minutos, conectados con el más allá. Salimos y pasamos por un lado del café La Biela, que dos días atrás habíamos visto desde la ventana del bus. El lugar tiene dos ambientes, una terraza de mesas y sillas donde vimos a varias parejas beber vino o cerveza, con un tarro de paté destapado al lado de galletitas expectantes, y el interior, profusamente iluminado, donde señoras de alcurnia al lado de soñolientos señores, bebían té o café o vino. Todos conversando. Siempre conversando. Hasta solos hablan los bonaereneses. En varias cafeterías vimos a personas solas, tomando café, y hablando solas como si murmuraran una oración secreta.

Seguimos nuestro camino y pasamos por almacenes de abolengos que nos perturbaron los ojos y despertaron la vanidad, pero sin causarnos desdicha. De nuevo, Mary y yo nos sentimos por unas calles del Manhattan rico. Caminamos despacio, rumbo a nuestro hotel. Teníamos hambre, porque medio habíamos almorzado con un sancocho de tienda, pan con leche achocolatada, en la estación de San Isidro. En el camino, Eliana y José Luis nos hablaron de un restaurante que habían conocido la noche del domingo, Mr. Grant’s, donde por 15 pesos argentinos, cinco dólares, podríamos comer todo lo que había en el restaurante. Pasamos por el lugar como a las siete y cuarto de la noche, pero estaba cerrado y volvía a abrir a las ocho. Así que decidimos llegar hasta el hotel y regresar.

En el camino entramos a un almacén de ropa y zapatos para deportes de reconocidas marcas. Mary se compró un par de tenis para caminar y yo le compré a José Luis, mi hijo, un buzo. Salimos, sentimos fatiga, cansancio. No aguantaríamos hasta el hotel. Entonces les dijimos a Eliana y a José Luis que no regresaríamos enseguida al hotel y que nos devolveríamos al Mr. Grant’s. Deshicimos la marcha y arribamos al restaurante. Apenas comenzaba el festín, la gran comilona.  

El sitio era amplio, colmado de mesas y sillas. Decorado con gusto y sin recarga. Nada parecía entrever que era de chinos. Primero, pedimos una pequeña botella de vino tinto para acompañar. Comenzamos con carnes ya cocinadas y algo de verduras; yo ataqué los camarones, que resultaron difíciles de desnudar, porque su dura caparazón no se dejaba sacar o se llevaba pedazos de la deliciosa carne fosforescente; Mary se ensañó con una carne de cerdo; entre ires y venires a la barra, nos fuimos llenando; por experiencias anteriores, sabíamos que ante la oferta desmedida y abierta de sitios como esos, no es prudente ni grato quedar repletos, sino saciados, satisfechos, y parar. Así fue. Espantamos el cansancio y salimos con una sonrisa rumbo al hotel. Antes de ingresar, al frente, Mary quiso tomarme una foto con el castillo de nuestro hotel como telón de fondo.

El miércoles, estaba previsto, sería un día especial: nos llevarían de paseo por la pampa a una hacienda típica de gauchos, esos argentinos criollos, mestizos, sin rastro de apellidos italianos en sus perfiles, muy diestros en las actividades del campo, sobre todo en el manejo del caballo.

Pasaron por nosotros a las diez de la mañana. El leve sol parecía indicar que eran como las ocho. El aire no se sentía. La que sí se hizo sentir, fue una desapacible señora colombiana, con pinta de actriz mejicana, con un sombrero del Boca Juniors y gafas oscuras, turista como nosotros, que viajó a Buenos Aires en compañía de un nieto de unos 16 años, a quien hizo sentir avergonzado por lo que viene: desde su puesto, Carmenza, como se llama, sin un trago de alcohol, sin un gramo de ninguna sustancia alucinógena en su sangre, en uno de los silencios del guía, Tomás, se plantó a exigirle, con el tono reclamón de una Manuela Beltrán o una Policarpa Salavarrieta, que porqué se quedaba callado y no nos seguía hablando acerca de lo que íbamos encontrando a lado y lado de la vía, que porqué no hacía que todos los pasajeros presentes se identificaran y contaran a qué se dedicaban. “Por ejemplo –exclamó-, ¿hay un médico aquí? Uno no sabe qué puede suceder… pues yo soy médico”. Quería que el guía nos pusiera a cantar, tomados de las manos, canciones típicas o cualquier tonada tonta que nos convirtiera en una masa informe. Más adelante, como Tomás no cedió a sus pretensiones y enfrentó la situación con calma y prudencia, dándole sensatas explicaciones, la joya de la corona fueron las siguientes expresiones: “Eres muy chusco, y tienes unos ojos divinos, pero eres un mal guía…”. “Yo no vine aquí a dormir, a descansar, vine a conocer, y pagué muchos dólares por esto…”. Entre murmullos, el nieto a su lado trataba de calmarla, de persuadirla de que se calmara, pero la abuela ripostaba con jabs como: “A mí no me gusta la gente negativa; si no le gusta, se puede regresar esta misma tarde…”. El pobre, apaleado, optó por quedarse callado, rumiando su vergüenza.

Era un moscardón persistente en el oído de todos. A todos, después lo compartimos en la hacienda al calor de los vinos, nos comenzó a atormentar su diatriba de mal gusto. Por fortuna tuvimos una parada en el camino, en las afueras de Buenos Aires, detrás de una estación de gasolina, donde todos bajamos a estirar las piernas y muchas a orinar. Allí, supimos después, Tomás se vio obligado a hablarle en serio a la señora: le dijo que si seguía con su injusto y desproporcionado reclamo, se vería en la penosa obligación de exigirle que se bajara del bus, porque continuaría perturbando su labor. Santo remedio. El resto del viaje a Los Cardales, zona donde quedaba la hacienda Santa  Susana, fue tranquilo. A Carmenza la pusieron, literalmente, en su puesto.

Antes de llegar, Tomás nos presentó una muestra del atuendo del gaucho y su significado. También nos advirtió que tuviéramos mucho cuidado con el consumo de vino, porque al regreso, luego del almuerzo, era común que la mezcla de comida, licor desmedido y velocidad, ocasionara no pocas arcadas y trasbocos.

Santa Susana era una casa vinotinto rodeada de jardines, árboles oscuros, corrales de caballos y una manga amplia de tierra para paseos al trote. Apenas entramos a su ámbito campestre, una mujer joven con un canasto agarrado, nos recibió con una típica empanada argentina en la mano; unos pocos pasos más adelante, un hombre robusto, vestido de gaucho (camisa blanca, pantalones anchos y botas) nos entregó un vaso plástico lleno de vino tinto. El primer objetivo de Tomás fue llevarnos hasta el comedor y señalarnos las mesas donde debíamos sentarnos, una hora más tarde, a disfrutar del almuerzo típico, y evitar la confusión entre los cerca de mil turistas que en ese momento estábamos allí.

El segundo, disfrutar de una vuelta por la finca a lomo de caballo. Hicimos una fila alegre, bajo los primeros efectos del vino pampero; múltiples y reconocibles acentos latinoamericanos se escuchaban cerca; con Eliana y José Luis buscábamos con los ojos a Carmenza entre la muchedumbre, y la localizamos en otra fila, a unos cincuenta metros de allí, cantando voz en cuello una ranchera y rodeada de turistas. Un poco más tarde, por otro lado, aparecía bailando. Nos reímos y concluimos que estaba felizmente loca.

Subimos a unos caballos altos y anchos, con seguridad primos hermanos de los percherones, y sentimos toda esa vida caminar despacio debajo y entre nuestras piernas, en un paseo de unos quince minutos, por un camino polvoriento que los caballos, aburridos, conocían de memoria; además, cerca de allí, la fila de turistas ansiosos no daba tregua y la hora del almuerzo se acercaba.

Al regresar a la hacienda siguió la tomata de vino que se servía gratis y a raudales. Nos tomamos fotos al lado de la inmensa parrilla donde eran asados los pollos con un corte de rana y el célebre lomo argentino o bife o bife de chorizo, en todo su esplendor. Eran unas inmensas camas de alambres bajo unas chozas de paja con agujeros en el techo, en las que derramaban sus jugos decenas de lomos y de pollos, sobre el envolvente calor que emanaba del suelo desde un tapiz de carbón cenizo y colorado.

Los corredores estaban atestados. El vino no se detenía. Nos dimos cuenta que mucho antes de la hora anunciada, los comensales comenzaron a ingresar al restaurante y a ocupar los puestos. Nos percatamos y buscamos nuestros lugares. Poco a poco se llenó. En las mesas ahora disponíamos de botellas de vino o de cerveza, según el gusto. Los meseros, también vestidos de gaucho, comenzaron a llegar con bandejas repletas de chorizos crujientes, ensaladas de verduras, morcillas redondas, pollos y bife. Caminaban por estrechos corredores y entregaban a cada quien lo que deseaba, lo que se merecía.



La comida hizo su efecto y recuperamos un margen de conciencia, de sistema nervioso central deliciosamente embebido en vino. Entonces, sobre una tarima, dentro del restaurante, un cantante argentino de barba gris, voz de trueno y guitarra terciada, comenzó a recordarnos que estábamos en América Latina, tierra de músicas mestizas, tristes y nostálgicas, épicas y carnavalescas. Luego, su majestad el tango se volvió monstruo de dos espaldas que a zancadas de aquí para allá y de allá para acá, nos conmovió el argentino que todos llevamos dentro, y se armó el desorden. Del rugiente público salieron varias parejas a bailar al lado de la tarima. Otro cantante recurrió a la baja pasión del patriotismo e interpretó, en formato de popurrí, piezas de casi todos los países latinoamericanos. Euforia, frenesí. La gran mayoría de los asistentes éramos colombianos.



A la hora del regreso, antes de subir al bus, tomé dos botellas de vino sobrante en las mesas, para continuar en el bus la espirituosa y artística sesión. Las guardé en mi mochila, pero, a la hora de subir al bus, el conductor se dio cuenta de mi osadía y me dijo que las podía llevar, pero no dentro del bus, que él las guardaría en la bodega del equipaje y me las devolvería cuando me bajara en la puerta del hotel: la policía argentina castiga muy fuerte la presencia, sólo la presencia, así no se esté consumiendo, de alcohol dentro de cualquier vehículo. Quedé aburrido.

Retornamos sin ningún contratiempo. No hubo diatribas ni trasbocos. Descendieron del cerebro los gases de vino pampero, recuperamos lucidez y contemplamos el atardecer desde las ventanas del bus, que caía sobre las primermundistas autopistas de la Provincia de Buenos Aires, en hora pico.

Nos bajamos en la puerta del hotel, me devolvieron las botellas de vino y acordamos con Eliana y José Luis que nos veríamos más tarde para salir a pasear a algún lado. Mary me propuso un refrescante baño en la tina. Nos metimos en ella, con el agua tibia al cuello, adormilados con una botella de vino en la mano, como emperatriz y emperador romanos.

A las ocho y media, los cuatro tomamos un taxi rumbo a Puerto Madero, en la ribera del viejo puerto bonaerense. El sector tiene un aire perfumado de buena vida, the people on the bussines, un hálito de yuppies globalizados, de comida gourmet, de música electrónica. Aún quedaba media botella de vino en mi mochila. Lo escanciamos a pico de botella mientras caminábamos por un largo malecón al lado de un dique que como espejo oscuro reflejaba las luces. Nos encontramos con una simpática exposición de arte callejero: unas vacas en fibra de vidrio, de tamaño natural, pintada cada una por un artista diferente. Nos sacamos fotos al lado y encima de ellas. Locos. Transgresores.

Cruzamos un puente de piso de madera, estructura metálica, tensionado por platinados cables que lo cruzan, lo sostienen y lo adornan por el efecto de los reflectores. Cerca de allí, fondeaba un viejo barco, en el que trajina el principal casino de la ciudad.

A lo lejos, al final del malecón, vimos una fulgurante carpa entrecruzada por tibias luces, de la que salía una música de fiesta. Nos acercamos. Vimos mujeres delgadas, de largas piernas, vestidas de negro, con cabelleras glamorosas. Quisimos entrar. Le preguntamos al guardián de la  puerta sobre el costo de la entrada. Nos dijo, que nada, pero había que portar, ineluctable, una corbata. ¡Ay una corbata! ¿Dónde podríamos encontrar una corbata a esa hora? La imposición de ese insignificante pero formalizante pedazo de tela sedosa como ábrete sésamo, nos impidió conocer otro ámbito de la trepidante vida nocturna de Buenos Aires. 
         
Frustrados, dimos una vuelta por una cercana estación de buses intermunicipales, salimos al fragor de una avenida y nos subimos a un taxi rumbo al hotel.

Los dos días siguientes, jueves y viernes, no tendríamos ningún programa fijo del ‘paquete turístico’. Las horas y la ciudad serían absolutamente nuestras. En la mañana del jueves comenzamos a hacer las maletas; después salimos a tomarnos unas fotos cerca del obelisco; llevamos a revelar un rollo de fotografías, luego de sacar cuentas de que resultaba más barato hacerlo allá que aquí en Bogotá; mientras pasaba la media hora que nos dieron de plazo para entregarnos el rollo y las fotografías impresas, caminamos por el sector, vimos vitrinas, manoseamos discos y encontramos un café-restaurante que tenía una interesante oferta gastronómica y económica para almorzar. Decidimos que ese día almorzaríamos allí. Después de reclamar las fotografías que nos habíamos tomado en Buenos Aires, volvimos al outlet de Lacoste a terminar unas compras pendientes. Pasado el mediodía regresamos al centro y almorzamos en el café-restaurante escogido. El lugar estaba desocupado y las paredes cubiertas de espejos. Eran las tres de la tarde. Nuestro pedido, unas milanesas con huevo (nuestro bistec a caballo) se demoraba. Ojeábamos los periódicos del día que estaban allí sobre una mesa, cuando vimos entrar a un hombre de camisa blanca y pantalón negro, con calvicie incipiente, de aire introvertido, tímido, que se sentó de espaldas a nosotros y de frente a la entrada. Pidió un café, se lo sirvieron y comenzó una murmurosa conversación en solitario. Gesticulaba y movía las manos con convicción. Lo contemplamos por los espejos. Parecía que tenía al frente a un interlocutor invisible.     

Regresamos al hotel, confirmamos por teléfono una visita que haríamos en la noche al lugar de trabajo de un hijo de un compañero de trabajo de Mary –un restaurante en la Plaza Cortázar, en el barrio Palermo Viejo- a quien llevaríamos una encomienda, y descansamos un buen rato.

Al finalizar la tarde salimos de nuevo hacia el obelisco, a tomarnos unas nuevas fotografías. Tomamos como camino una calle aledaña al hotel, la Juan Domingo Perón, y nos encontramos con desolación, basura, excrementos de perro, indigentes en plan de recolección de desechos. Salimos a la Avenida 9 de Julio y divisamos a lo lejos al insigne falo de cemento. Una cuadra antes de llegar a su base, comencé a tomarle fotos a Mary. Arribamos a la plazoleta que hay a su alrededor. Había parejas, pequeños grupos, uno que otro turista y unos oscuros personajes del mundo de la indigencia. Seguimos sacando fotos, le pedimos a dos personas que nos dispararan nuestra cámara. Nos quedamos allí sentados un rato, esperando la noche, viendo cómo se encendían los avisos luminosos de las esquinas del cruce de la Avenida Corrientes con la 9 de Julio, que parecen un breve Times Square.

Atemorizados por los malevos, nos fuimos de allí. Cerca estaba el Teatro Colón, sala mayor de la ciudad, y con cuidado y atención, le dimos una circunvalación. Detrás encontramos la plaza Lavalle, esplendorosa, monumental; el Palacio de Justicia rodeado por aperos de remodelación; salimos por una diagonal calle peatonal a la 9 de Julio y nos dirigimos en  busca de una histórica vía que queríamos conocer, la Avenida de Mayo, que une, en línea recta, el edificio del Congreso con la Plaza de Mayo y la Casa Rosada. Vimos restaurantes de lujo, a mucha gente caminando, a adultos mayores hacer filas como adolescentes al frente de una sala de cine.

A propósito de adultos mayores, cada que podíamos, hacíamos unas paradas y nos sentábamos en cuanta banca o jardinera disponible encontrábamos. Las caminatas estaban haciendo mella. Mary llevaba dos días con recurrentes dolores lumbares y de piernas. El acetaminofen no le daba abasto.    
        
Regresamos al hotel como a las ocho de la noche. La cita con Diego, el hijo del compañero de trabajo de Mary, era a las once de la noche. Él trabaja como cajero-administrador de un bar-restaurante, “Maleva”, que nunca cierra. Así que descansamos entre las ocho y las diez y media de la noche. Apenas ingresamos al hotel, se desató una tormenta sobre Buenos Aires. Vientos fuertes y lluvia asolaron árboles, ventanas, postes del alumbrado público y vallas publicitarias.

Cuando salimos hacia “Maleva”, ya había pasado el mal tiempo, pero quedaba una llovizna tenue, como la que a veces cae sobre Bogotá. Tomamos un taxi con rumbo a la Plaza Cortázar. Descendimos y caminamos la pequeña plaza rodeada de restaurantes, bares y discotecas, a buscar por nuestra cuenta a “Maleva”. Un amable portero nos dio señas, pero no la encontramos. Dimos la vuelta completa. Lloviznaba. Regresamos a donde el portero, le dije que “Maleva” no aparecía y se preocupó. “Si está allí en esa esquina, donde está parqueada la camioneta naranja”, dijo. “Pero ese sitio se llama algo así como ‘Cabrales””, respondí. “No –exclamó- esa es una marca de café que venden allí”.

Efectivamente. Entramos, el portero nos llevó hasta donde Diego, joven piloto del lugar, de pie, en su puesto de mando detrás de la caja y de una pantalla plana de computador. Nos saludó con deferencia, Mary le entregó el pequeño paquete que le trajo, y sonriente nos preguntó que si queríamos beber o comer algo. Nos mostramos indecisos o disponibles para cualquiera de las dos opciones; dijo que su hermano estaba esperándonos en el segundo piso. Le dio la orden a una mesera de que nos llevara. Subimos detrás de ella. Encontramos una terraza con abollonados sofás alrededor de mesas de madera. De un grupo de jóvenes, al fondo, se levantó un niño alto y flaco, con el cabello engominado, sonriente, que nos tendió la mano. Era Cristian, el hermano de Diego, ambos bogotanos. Mientras Diego lleva dos años viviendo en Buenos Aires, Cristian apenas cumplía tres semanas. Nos sentamos alrededor de una mesa, y Cristian, de apenas 19 años, hizo de anfitrión con una solvencia que ya quisiera uno para muchos adultos. Nos habló de sus planes en Buenos Aires, de sus estudios allí, de sus sueños y expectativas. En una tregua, nos invitó a comer. Le hizo señas a la mesera para que nos trajera la carta. Nos sugirió la pizza del lugar. Mary y yo pedimos una mediana, mitad con salami y la otra con verduras, y unas cervezas Heineken. Comimos y conversamos a gusto con Cristian. El tiempo y los temas pasaron. Sentimos que era hora de marcharnos. Diego nostálgico de Colombia y Cristian atento y muy cordial, se despidieron, nos despedimos.

Salimos, caminamos. Mary no quiso subir enseguida a un taxi. Aún lloviznaba. Unas cuadras adelante de la plaza, tomamos un taxi hacia el hotel.

El viernes, con nostalgia, sería nuestro último día en Buenos Aires. Ese día el aire estaba frío. Salimos a la calle como a las once de la mañana y casi todos los negocios estaban cerrados. Era viernes santo. Viernes de adoración a la muerte en el mundo cristiano. Decidimos ir hasta el cementerio de La Recoleta, a visitar la tumba de Evita Perón. Y mapa en mano, hacia allá nos dirigimos. Tomamos la Avenida Corrientes, la más querida por nosotros, y le saqué unas fotos pendientes a Mary, al frente de la “Librería Hernández”. Pero, al rato, se nos acabó el rollo de la cámara. No podíamos ir a La Recoleta sin película nueva. Observamos que en el cine Lorca estaban exhibiendo la más reciente película de Woody Allen, “Match point”, que aún no había llegado a Colombia, y decidimos ir a verla en función de 6:20 de la tarde. Compramos como souvenires, en la calle, unos cristales con figuras emblemáticas de Buenos Aires talladas en su interior, y una caja de chocolates. Regresamos al hotel, cargamos la cámara y volvimos a salir. Cambiamos de ruta. Nos fuimos por la Avenida Callao, que pasa por el frente de nuestro hotel. Caminamos largas pero diversas cuadras, hasta que encontramos un parque curioso, extraño: tiene altos y frondosos árboles, sillas de madera, añejos postes de alumbrado y senderos delimitados por filas de arbustos, pero los senderos son de tierra cubierta por un triturado de ladrillo rojo. No hay cemento por ningún lado. En sus dos esquinas principales relucen negras estatuas de mármol y bronce oscuro, de próceres argentinos.

Entramos, nos sentamos unos minutos a reposar y a divisar el panorama. Retomamos la marcha, y luego de caminar por calles hermosas, ante edificios de fachadas deslumbrantes, llegamos, por el camino largo, de nuevo a La Recoleta. Pasamos por parajes conocidos, como el parque alrededor del centro comercial Buenos Aires Design, por el frente de la Basílica de Nuestra Señora del Pilar y llegamos al cementerio.

Allí la muerte es vieja, ilustre y adorada. Yacen los aristócratas del país y la ciudad: ex presidentes, ex militares, comerciantes, empresarios, familias de alcurnia. La única que no pertenece a las anteriores clases es Eva Perón, la primera esposa del general Juan Domingo Perón, quien como primera dama se convirtió en defensora de los pobres y desarrapados de la Argentina a mediados del siglo XX, pero que murió tempranamente, de cáncer, en la cumbre de su popularidad, con sólo 33 años de edad.

Las tumbas del cementerio de La Recoleta son monumentales, majestuosas obras de arte. Hay algunas tan refinadas, que parecen unas boutiques de casa de moda. Caminando por sus senderos se encuentran en las tumbas las placas con los apellidos de los muertos ilustres de la Argentina, coronadas con esculturales ángeles, soldados, musas o con la figura del mismo personaje sepultado.

Sin embargo, a pesar de la belleza arquitectónica y escultural que aparece ante nuestros ojos, todos los visitantes caminamos extraviados por sus senderos, pero en busca de la mítica tumba de Eva Perón. Hasta que media hora después de exploración, un grupo arremolinado al frente de una tumba de mármol negro nos dio indicios de que allí estaba. Efectivamente, en el Mausoleo de la familia Duarte, apellido paterno de Eva, dijo una guía, está sepultado cinco metros abajo, el cuerpo embalsamado de la muerta más famosa de la Argentina y del mundo.

Es la única tumba que tiene flores vivas en su puerta. Y dicen que es así todos los días del año. Pero son flores espontáneas, de diversas especies, dejadas con devoción por turistas creyentes en las ánimas famosas.

Luego de encontrar la célebre cripta, consideramos cumplido nuestro paseo necrológico-cultural por el cementerio. Eran las cuatro de la tarde y no habíamos almorzado.          

Caminamos unas dos cuadras hacia el norte y encontramos un aristocrático centro comercial, Village La Recoleta, donde los habitantes de la clase media entramos con un  temor indescifrable, que tiene que ver, más que todo, con que el dinero que llevamos en el bolsillo, no nos alcance para comprar lo que buscamos. En nuestro caso, comida.

Cruzamos su portal de vidrios, luego de caminar por su andén con terrazas de cafeterías, bares y pizzerías al aire libre, y subimos en busca de la infaltable y universal plazoleta de comidas, con seguridad, en el último piso. Allí estaba. Miramos en correndillas los menús y los precios. Escogimos unos emparedados de lomo de res con ensalada, papas fritas y cervezas. Nos alcanzó el dinero y calmamos el hambre.

Regresamos al hotel, descansamos unas horas y antes de seis de la tarde salimos para cine. La sala Lorca, sobre la Corrientes, es un cine de programación cultural. Teníamos la expectativa por saber cómo se comportaban los argentinos en ese lugar. Y bien. Sin una queja. Nada de bolsas de papitas crujiendo en la oscuridad o amigas conversando sobre los asuntos de la oficina o comentando en voz alta lo que están viendo en la pantalla.

Y como fuimos a ver cine, la cinta nos gustó mucho. Allen no es sólo un maestro en la comedia satírico-analítica, sino en el drama también. Match Point valió la pena.

Al salir entramos a la cafetería de la librería de la editorial Losada, en la avenida Corrientes. Mary degustó un café capuchino; yo, un jugo de durazno en leche y compartimos una descomunal y deliciosa torta de queso. No miramos los libros.  Salimos y nos encontramos con que las entradas a los teatros del sector estaban abarrotadas, como habíamos visto ese día y el anterior, que las salas de cine fueron la mejor diversión de los bonaerenses en los días santos.

Regresamos al hotel. Faltaba muy poco para irnos a dormir, y aún no teníamos confirmado a qué horas pasaba por el hotel la persona encargada de recogernos para llevarnos al aeropuerto. No encontramos ningún mensaje, les preguntamos a Eliana y a José Luis, y nada. Llamamos a la coordinadora y nos informó que a las 3:30 de la madrugada.

Terminamos de hacer las maletas y antes de irnos a dormir, dimos el último paseo por los alrededores del hotel, buscando sectores que no habíamos caminado. También queríamos despedirnos de la ciudad, darle las gracias por su belleza, por su acogida. Desde el corazón, y casi a gritos, me salieron los agradecimientos más sentidos que haya hecho a una ciudad. Miré hacia sus altos edificios y lancé exclamaciones de admiración y simples gracias a Buenos Aires, muchas gracias.

Antes de volver al hotel, compramos en La Americana, una cafetería especializada en empanadas, tres empanadas para llevar y comer durante el vuelo de regreso y gastamos los últimos pesos argentinos que nos quedaban.

No teníamos sueño. Al contrario, como una varilla nos atravesaba la tensión del madrugón por venir y del vuelo de regreso. De regreso a la realidad real. Nos dispusimos a dormir, pero las horas pasaron en una duermevela infinita, hasta que sonó el teléfono para avisarnos que eran las 2:45, hora que le habíamos pedido al recepcionista que nos despertara.

Nos preparamos, terminamos de guardar lo que faltaba en la maleta, sonó el teléfono antes de las tres y media, para avisarnos que ya habían llegado por nosotros. Bajamos, y en el lobby encontramos a Eliana y a José Luis, conversando con otros miembros de la comitiva colombiana. Ellos habían seguido derecho, no habían intentando dormir como nosotros, sino que aceptaron la invitación de unos amigos, de irse a recorrer algunos bares de la ciudad. Estaban parlanchines y contentos a esa hora.       

Nos subimos a una pequeña camioneta y salimos rumbo al aeropuerto de Ezeiza. En los dos tramos del vuelo se cumplió la misma puntualidad de la aerolínea, Taca (peruana-costarricense), así mismo, su tacañería y mezquindad con la comida a bordo. En el trayecto Buenos Aires – Lima, de cuatros horas y media de duración, hora para desayunar, sólo le entregaron a cada pasajero una bolsita de papas y una gaseosa. Si alguien quería más, tenía que pagar a precios elevados y en dólares. Entre Lima y Bogotá, de dos horas y media, igual.

A la ida había sigo igual. Por eso compramos las empanadas la noche anterior en Buenos Aires, para no padecer hambre por la taca-ñería de Taca y para llevar un poquito de la ciudad de nuestros sueños.


Bogotá, 19 de abril de 2006





                       

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