A la deriva sobre un flotador por un río canadiense
A
Mary, jardín de mis delicias.
Donaldo Donado V.
1
El neumático o flotador
Ahora que está
jubilado, esta especie de dona de caucho y aire sirve como balsa a miles de
turistas que cada verano arriban a la pequeña ciudad de Penticton (provincia de
la Colombia Británica, Canadá) a darse un paseo por el canal del río Okanagan, que
une a los lagos Okanagan y Skaha, con el trasero hundido en el hueco de setenta
centímetros del centro y con las piernas y la espalda recostadas encima del
blando y flexible tubo circular. Aun ahora acumula una presión de 110 libras de
aire, la misma que aguantaba en los diez años que viajó por las granjas de la
provincia, embutido en la llanta delantera de un tractor.
Él no es la llanta, esa
carcasa, goma o cubierta que en muchos lugares llaman neumático, sino ese negro
cilindro circular de caucho delgado (un milímetro de espesor), inflado con aire,
que va entre el grueso caucho de la llanta y el rin, y le da una sólida
consistencia, casi de piedra, pero que parece flexible al mismo tiempo. En
muchos lugares lo tildan pomposamente de cámara. Vaya. En otros países le dan
una denominación de residuo de matadero, le dicen tripa. Uichs. En el interior
de Colombia lo llaman flotador. Vea usted. En la Costa Caribe, salvavidas o
simplemente neumático. Ajá.
Estos neumáticos eran
imprescindibles en los tiempos en los que las llantas no eran radiales, como
las de hoy. Estas de ahora tienen un costillar metálico o de nailon entre sus
lonas, lo que les permite ser infladas directamente, sin necesidad de los
viejos neumáticos. Las usan automóviles, camionetas y motocicletas. Pero buses,
camiones, tractores, maquinaria pesada y equipos de construcción todavía
utilizan llantas convencionales y neumático.
Es impresionante su
fortaleza. Porque así como puede llevar plácido a un niño de cinco años, un
pajarito, también acoge a la señora corpulenta de 120 kilos, una torre de
lavadora y secadora juntas, que cada vez que se retuerce sobre él le hace sonar
su negra piel como el gruñido de un cerdo.
Un día, sin
pretenderlo, en este mismo canal casi ahoga a un niño. Por pura ley de la
física. Hacía parte de un lote de flotadores que llevaría por el río a una
familia de cinco personas. A él subieron a un niño de seis años, rubicundo y
obeso. Cuando el paseo por el río abajo llevaba unos 500 metros de navegación,
un hermano del niño, de unos 12 años, sentado en otro flotador igual de grande,
en medio de jugarretas y travesuras le perforó el caucho y enseguida percutió el
estallido, lanzó lejos al niño, que se golpeó con una roca y cayó desmayado al
agua. La premura de los papás lo salvó.
En Canadá, un
neumático dentro de una llanta dura en servicio un promedio de 10 años. En
Colombia, casi el doble. Después de prestar sus servicios al sector automotor,
si se encuentra en buen estado, en las llanterías de usado de las ciudades se
pueden conseguir por unas pocos monedas para seguir sirviendo, en este caso,
como balsa, como flotador, lo cual es considerado como un gesto ecológico
amigable con el medio ambiente.
En el pasado, los
usuarios de estos flotadores eran sinónimo de pobres, porque tenerlos era una
manera económica de aprovechar o reutilizar los neumáticos gastados de los
carros, luego de ponerles un parche necesario. Ahora, en el mercado de
artículos de balneario o de temporada de verano o vacaciones, hay flotadores con
el diseño del viejo neumático, es decir, imitan esta estética y su tamaño
gigante, así como su material, que es más resistente que el plástico con el que
se fabrican los flotadores modernos. Estos, que son para la clase media, en
diversos colores, también los disfrutan grupos y familias en grandes cantidades
en el canal del Okanagan.
En el portal web de
Amazon se pueden encontrar con precios entre cinco y doce dólares. En el portal
de Mercado libre, uno como el protagonista de esta historia puede costar entre
45 mil y 140 mil pesos.
El canal de aguas
cristalinas del río Okanagan también tiene su historia. Primero existió como
pequeñas corrientes o desagüe natural del lago Okanagan. Pero solo desde la
primavera de 1910 se iniciaron obras de ingeniería como el dragado, la
construcción de terraplenes en las orillas, de muelles y demás infraestructura,
con el fin de acondicionarlo para abrir la navegación fluvial entre los dos lagos,
lograda a partir de 1914, y también para mantener el nivel natural de las
aguas, regular el riego de cultivos y en temporadas de lluvias reducir las
inundaciones de tierras bajas.
2
Los coyotes
Nosotros somos los
dueños de la empresa que presta el servicio de alquiler de los flotadores negros
a orillas del canal, en Penticton, a la que le pusimos un nombre sugestivo,
ambicioso: Coyote Cruises. Somos cuatro: un papá cuarentón y tres hijos entre
los 20 y los 16 años. Tenemos un color apanelado, ojos indígenas y cuando
estamos trabajando andamos descalzos y en pantalones cortos. Llegamos como
refugiados a Canadá, con la esposa y madre, desde El Salvador hace unos diez
años. Los integrantes de una mara nos amenazaron con asesinarnos si no les pagábamos
un dinero mensual como extorsión. Ya una noche reciente habían matado a balas a
un tío, por lo que salimos despavoridos hacia Vancouver.
Durante el verano, en
el río permanecemos sumergidos hasta la cintura en el punto donde comienza el
paseo o la navegación; también en el lugar donde termina, una hora más tarde, a
unos cinco kilómetros, río abajo.
Luego de pagar su
boleto y de vestirse con la ropa adecuada, los turistas llegan a la orilla, una
escalera de cemento que hace de muelle, y a cada uno le entregamos un flotador.
Apenas son las diez de la mañana pero hay un agite de gente, voces y pintas. Las
señoras con sus pieles relucientes y sus trajes de baño de cuerpo entero dan
trotecitos detrás de sus raudos hijos pequeños; los niños de 13 años, reunidos
en pequeños grupos, se pasean tristes con aire ensimismado; los señores miran
el agua y de reojo los cuerpos de sirenas de las jovencitas con piel de
durazno; un grupo de amigos veteranos habla en italiano en voz alta y uno de
ellos camufla una cerveza larga en una bolsa arrugada de papel; dos silenciosas
parejas de japoneses cincuentones muestran desconcierto y leve aturdimiento por
el sol y el bullicio; cuatro jóvenes hindúes con gafas oscuras y sonrisas
pueriles, se dan aires de estrellas de cine. Flota una atmósfera cosmopolita,
pero al mismo tiempo de recato, de contención, de corrección política. No son
bienvenidos ni los borrachos, ni los fumadores ni los escandalosos. Pero los
hay, discretos, pero los hay.
Comenzamos a trabajar
desde las siete de la mañana, cuando salimos de nuestra casa en Penticton hacia
la bodega donde guardamos los flotadores. Disponemos de alrededor de ciento
veinte; cada mañana, antes de salir hacia la orilla del río, reinflamos en
promedio la mitad. Porque por el agite diario, algunos pierden aire por la
válvula o a veces por pequeños orificios originados en el uso y el abuso.
En el primer turno,
los ciento veinte están disponibles, pero apenas comienzan a llegar los
navegantes a sentarse sobre ellos y a dejarse llevar por la corriente, el
número disminuye; al final del recorrido, dos de nosotros se los recibimos y los
sacamos del agua. Esperamos el bus azul nuestro que recoge a los navegantes
para llevarlos al puerto de partida. Ese bus, en el techo tiene un amplio corral
donde como donas en mostrador almacenamos los flotadores negros. Desde allí,
cada media hora, llevamos de regreso un promedio de treinta. Estas dos correas
de transmisión, el río y el bus, nos ponen a trabajar fuerte todos los días del
verano, cuando obtenemos los mejores ingresos del año. Después, en septiembre
llega paulatino el frío y tenemos que buscar y hacer otros oficios bajo techo
por unos ocho meses, para remendar la economía doméstica, mientras esperamos el
próximo verano.
3
El navegante
Cuando llego al lugar, aún no tengo muy claro
de qué se trata. Estaremos allí unas horas de la mañana, porque la agenda de
diversiones de ese día está completa; como la del día anterior y la de los días
siguientes. Felipe me ha contado que se trata de un paseo sobre un flotador.
Ajá. Pero, ¿y qué? ¿Eso qué tiene de especial? No sabía que estaba ad portas de
vivir una de las experiencias más plácidas y auténticas de mi vida. Una alegría
de la vida sencilla, en la que se disfrutan esas pequeñas cosas.
En un armario del
camerino a la entrada había dejado mis ropas de calle. De allí salí con mi
pantaloneta y reluciendo mis viejas cicatrices de varias cirugías sobre el
abdomen. Estas y mis defectos de origen me perturban. No sé cómo disimularlos.
En ese momento quisiera ser invisible, traslúcido.
Mary, mi esposa;
Sandra, mi cuñada; Camila, nuestra sobrina, y Felipe, mi concuñado, están
listos al borde de la escalera-muelle; también visten sus atuendos para entrar
al agua. Todos tenemos un aire de desconcierto, de asombro contenido. Pienso en
el frío que traerá el agua del río. En esta parte del mundo, todas estas corrientes
dulces hacen parte del sistema circulatorio del Ártico.
Es agosto de 2015, mi
esposa y yo llevamos algunas semanas de vacaciones en la costa oeste de Canadá.
Exactamente en Vancouver y la provincia de la Colombia Británica. Sandra,
Camila y Felipe son nuestros anfitriones. Nos han recibido como reyes en su
casa y nos han llevado por bosques, lagos, pueblos y playas. El agua cristalina
corriendo, la densa vegetación, los enormes árboles y la amenaza de que un oso
aparezca en un recodo de un camino tienen allí una fuerza incontenible.
A pesar de que veo los
neumáticos relucientes, brillantes, aún no sé qué voy a vivir, de qué se trata
esta diversión canadiense. De pronto, delante de mí está el río trasparente de
unos veinte metros de ancho y de más de un metro de profundidad. Bajo unos diez
escalones y ya estoy con los pies en el agua. Uno de los salvadoreños me
desliza uno de los neumáticos. La corriente lo lleva hasta mis manos. Lo
detengo. Veo que debo sentarme dentro de él, como lo ha hecho el resto de mis
antecesores. Entonces, me siento.
De nuevo vienen a mi
mente las imágenes de cuando adolescentes, algún domingo a comienzos de los años
setenta, nuestros padres nos llevaban a mis hermanos y a mí a las negras y
sucias playas de Puerto Mocho o Puerto Colombia, cercanas a Barranquilla, donde
cada uno nos sentábamos en un neumático como este, bajo un sol ardiente, a
remar con nuestros brazos sobre las olas. El mío era el más grande. Jugábamos y
me sentía marinero, pirata. Me atrevía a entrar muchos metros mar adentro como
un desafío a mis hermanos. Yo era el mayor de los cuatro. Una especie de
capitán natural. Enfrentaba las fuertes olas que no pocas veces me volteaban y
me hacían tragar agua salada y arena. El neumático era arrastrado hasta la
playa. Hasta allá lo iba a buscar cada vez para comenzar de nuevo la
travesía.
Al sentarme en el
flotador sobre las aguas del canal canadiense, siento el frío y vuelvo a la
realidad. Arriba hay un sol ardiente, pero no como el de Puerto Mocho. Me
consuelo. Su radiación eleva cada gesto y a cada uno le inyecta cinco
milímetros de un anhelo inespecífico. La corriente es suave. Se ve nítido el
fondo arenoso, pardo y limpio del río. No hay basuras, ni ramas. Parece un río
hecho sobre un escenario de Disney, como si fuera de agua mineral o de vodka
reluciente.
Cada uno desde su
flotador comenta, ríe. Parecemos niños. Con la mano derecha en forma de cuenco
recojo agua y se la riego suave a mi friolenta esposa sobre su espalda. Da un
respingo, un leve gritillo y ríe. Sabe que soy yo. La corriente es como la de
un coche que lleva a un niño, la del Nilo que arrastra la cesta con Moisés
recién nacido adentro. No hay competencia.
Sin embargo, al rato
veo que la corriente es caprichosa como la vida. A unos los adelanta y a otros
los atrasa. Incluso a algunos, ciega, los empuja hacia una de las orillas,
donde están las rocas, los troncos caídos, es decir, los obstáculos de la
existencia, los problemas recurrentes, los fallos del destino. Es cuando uno
siente el gusanillo de la competencia, el voltaje del luchador que cada uno
lleva dentro, y entonces surge rápido de la oscuridad del alma competidora esa
idea de que los otros no pasarán por encima de mí, yo tengo lo mío, o la otra
solidaria que me dice que no importa quedarme rezagado y sacrificar mi travesía
un instante para ayudar a otros encallados, a los arrastrados por el desvarío
de la mala fortuna.
Pero en un momento me
salgo de los atolladeros y floto por la mitad del río, llevado por su fuerza, a
la deriva. Me siento majestuoso, como un faraón, y veo que a los lados la gente
ríe, conversa a gritos, juega sobre sus flotadores, se empina una cerveza envuelta
una bolsa de papel o le da caladas a sus cigarrillos y lanza el humo del tabaco
negro al aire de la mañana. Más allá, dos treintañeras, cada una sobre su
flotador lleva en una mano una oscura botella de vino que se empinan entre
risas cada vez que pueden. El día es luminoso; el aire, diáfano. El sol resbala
por las pieles. En los llanos cerca a las orillas, grupos de patos nadan con la
cabeza hundida, revolotean, levantan vuelo. A la izquierda hay una autopista
que desde aquí no se ve, pero en ocasiones se oye el paso de una ambulancia
rauda. En la verde ribera derecha, frente a casas de encanto entre árboles,
niños corretean, lanzan pelotas o balones; los adultos, sobre parrillas
aromosas asan sus cansancios de la semana y fingen tener, o las tienen, vidas
plenas y ocupadas. Nadie parece sumido en sus pensamientos. La vida es
perfecta.
Cuando soy consciente
de mi placidez, de mi retorno a la vida encantada, siento el deseo de que ese
paseo no se acabe jamás, de pasar el resto de mi vida encima de ese flotador y
sobre un río igual que no tenga fin. Que la vida corra, que pasen los años,
pero que esa mañana no se acabe nunca.
Liviano entre mis
ensoñaciones, de pronto veo que a lo lejos hay un puente sobre el río, en el
que pasan raudos autos y camiones. A un lado, unos gruesos postes de madera
sostienen unos cables que parecen pesados y que me hacen suponer que llevan
borbotes de energía eléctrica para muy lejos. El río sigue corriendo, el paseo
aún no ha terminado, pero algo me dice que me deje de maricadas, que la vida
adulta sigue incontenible y que como dijo Heráclito de Éfeso, llamado El oscuro, una mañana como esta, miles
de años atrás, no me volveré a bañar otra vez en las aguas de este río, porque
tanto ellas como yo, ya no seremos los mismos.
Unos doscientos metros
más abajo, un revoloteo de bañistas y flotadores en la orilla derecha me anuncia
el fin del regocijo. Sin embargo veo que algunos navegantes siguen sentados
sobre los neumáticos unos cuantos metros más adelante, pero finalmente aceptan
el fin del encantamiento y con los brazos reman hasta la orilla, se levantan
como náufragos, cada uno toma con sus manos el flotador y se lo entrega a uno
de los salvadoreños.
En la orilla
polvorienta, todos nos miramos más desconcertados que al comienzo. El juego ha
terminado. De la terraza de un bar sale estentóreo el sonido de un rock movido,
Jailhouse Rock. Nos acercamos. Un
desvencijado hombre disfrazado como Elvis Presley imita a El rey. Tiene un buen tono de voz, pero no pasa de ser un colorido
y rítmico bufón que anima a los indecisos y escurrientes bañistas a entrar y
tomarse una cerveza mientras llega el bus azul.
Unos diez minutos
después este aparece entre una nube de polvo con el corral en el techo.
Mientras nos subimos, dos salvadoreños se encargan de montarle encima varias
decenas de flotadores. Al regreso, en la radio del bus suena una canción
popular: Cecilia, de Paul Simon.
Alguien comienza a canturrearla, se une otra voz y otra y otra. La mayoría,
sobre todo joven, se suma entusiasta al coro. Me sorprenden los canadienses
cantando en grupo. La música disuelve momentáneamente individualismo, temores y
prudencias, que caen como casas arrastradas por una avalancha de lodo. Queda
suspendido lo que los puede separar y se instala la gracia, la magia. Y estoy
ahí como un niño en medio del asombro. Quizás, como el río, ellos han comenzado
a cambiar para siempre porque les llegan nuevas emociones. Yo también siento
dentro unos movimientos extraños. No es agua. Es mucho más que eso.
Port Coquitlam
(Vancouver), 21 de junio de 2017
Excelsa crónica. Al leerla, no sé por qué sonaban los acordes de Helter Skelter de The Beatles en mi bolo. Grande, viejo Donald.
ResponderEliminarTienes un estilo único, personal y cadencioso.
ResponderEliminarUn solo escenario con tres historias o más bien un gran escenario con tres historias. Esa mezcla de sensaciones, de colores y de sabores que nos compartes en una sencilla y plácida travesía entre neumáticos, trasluce el gusto por escribir, por transmitir.
Me gusto mucho esa unión de tres historias en una sola.
Muy pulcro en los ritmos.
Leerte es como estar en un vals bailando al ritmo de una orquesta al fondo.
Disfruté mucho la lectura.
Me gustó mucho este texto que fluye como el río y la sorpresa de su narrador.
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