El ciclista de la cantimplora roja (Cuento)

Para mi amor lindo, que con su risa estimuló esta evocación y su escritura.

En el patio de la casa, entre el lavadero con su aura de verdín y el callejón de los orines del perro, desarmaba la bicicleta, siempre que podía, como en un ritual de orfebre. Limpiaba el barro, la tierra revuelta con grasa que se apelmazaba a los rodamientos de los ejes de las ruedas, de las bielas y el manubrio. Solo por el placer de saber cómo funcionaban o para dejarlos al pelo o por la simple condena de desarmarlos para volverlos a armar.

¾”Macanudo Julio Arrastía, haga el cambio desde la punta del pelotón de la carrera…”, vociferaba altisonante, desde una vieja grabadora con radio, un locutor deportivo a mil kilómetros de allí, en la transmisión de la Vuelta Mayor que recorría las épicas montañas del interior del país durante tres semanas.

En esos momentos, Domingo Domínguez, llamado “Dodo” por sus amigos -frisaba los 16 años, recién liberado de los controles de infancia de sus padres- se sentía inmortal, centrado en sus ensueños, en lo que más le interesaba en su vida: montar en bicicleta, entrenar en las madrugadas o por las tarde en las carreteras planas y calurosas cercanas a la ciudad, por las que le zumbaba a su lado buses y camiones con el diablo adentro, y competir los domingos en las carreras que organiza la liga de ciclismo de la localidad.

La fiebre había comenzado varias navidades atrás, cuando su papá le regaló una bicicleta para aficionado, con la que se integró al grupo de cinco amigos de su vecindario que ya tenían cada uno la suya de tiempo atrás y por las que desfogaban una ansiedad desconocida. Los iniciadores habían sido Rubén Darío a bordo de una bicicleta “panadera”, como esas que con dos canastos atrás cargados de pan, llevan por las calles los repartidores de pan, y Carmelo Niño con su cicla semiprofesional.

Las balineras de los rodamientos, ennegrecidas e indefinibles, las enjuagaba en un chócoro lleno de gasolina, que robaba de un galón del baúl del carro de su papá. Sentía un frío lunar en todo el cuerpo cuando metía los dedos en el líquido entre amarillento y rojizo que emanaba unos gases embriagadores. La grasa oscura se disolvía y resurgía un aro metálico brillante que engarzaba unos diez balines rutilantes, platinados, que recuperaban su esplendor y las óptimas posibilidades de servir, de aligerar el esfuerzo de los músculos de sus piernas que los ponían en movimiento.

Entre esos gases, el apacible trabajo manual de desenroscar tuercas, apretar tornillos, lavar piezas y las trepidantes voces de los locutores pasaba horas beatíficas, como de ensalmo curativo, de placidez creativa. Era un Penélope enredado en un obsesivo encaje metálico.

Sigiloso, se levantaba en las madrugadas. Antes, alguno de sus amigos le chiflaba en clave desde la calle. Entre las brumas del sueño salía a entrenar los fines de semana o en las ansiadas temporadas de vacaciones de mitad y fin de año. Aunque su cicla no era competitiva, pesaba demasiado, Domingo se sobreponía con su fortaleza física, que era más interior, más perseverancia que musculatura.

Hasta que llegó el día de la primera competencia. El debut. Sus amigos tenían alguna expectativa sobre su desempeño. Era el que más prometía. La salida estaba en extramuros de la ciudad y consistía en ir hasta una población cercana y regresar al punto de partida. El terreno era plano; el calor, implacable.

Domingo no tenía ningún roce con el medio ciclístico. Carecía de la elegancia para montar y pedalear que adquieren los ciclistas con la experiencia. Tampoco tenía un uniforme propio de la disciplina. Se presentó a la raya de salida sobre la bicicleta de Carmelo Niño, menos pesada que la suya y con especificaciones y diseños más propios del ciclismo competitivo. Vestía una pantaloneta de futbolista, una camiseta de algodón, una gorra de beisbolista y zapatos de tenista. Sobre el pecho le cruzaba la correa plástica de una cantimplora escolar también plástica, roja, con la textura escamada y la forma de un pescado, con una tapa amarilla en la boca, y terciada sobre la cadera derecha. Un marciano para el medio. Un estrafalario advenedizo sin porvenir.

Se inscribió en la categoría “turismeros”, la de los novatos. El enfant terrible se llamaba Raúl Caravina, miembro de una familia de ciclistas reconocidos en el medio. Su papá y un tío, ya barrigones y retirados, habían corrido durante muchos años en el ciclismo competitivo de la ciudad, logrando reconocimientos, fotos de triunfos en blanco y negro, y cargos directivos en la liga local.

Domingo no lo conocía, no sabía nada de él, no tenía noticia de su prestigio; solo le vio la cara y la estampa de ciclista cabal a la salida y al final de la competencia, ambos exhaustos.

Sin saber cómo ni porqué, cuando el comisario exhaló con fuerza y puso a vibrar la bolita de su pito, al tiempo que arrugaba la cara y bajaba una bandera a cuadros, Domingo arrancó como impulsado por una fuerza sobrenatural, se acurrucó sobre el andamiaje de la cicla amarilla y pedaleó con pasión, mirando hacia abajo, viendo pasar el asfalto granulado y reverberante. También vio el terreno reseco a los lados de la vía, la maleza y la vegetación rastrera de los alrededores, las tiendas de mala muerte desde donde bramaba música antillana de un parlante del tamaño de un escaparate y a cuyo alrededor tomaban cerveza los enguayabados y amanecidos que le gritaron a su paso “¡Vamo Ramón Hoyo…”, las bodegas ruinosas, las antenas de las emisoras de radio hiriendo el aire, y la carretera desocupada, solo para él.

Cuando recordó que tenía rivales, miró por encima del hombro y vio muy lejos a quien lo seguía. Iba como entre nubes, cuando de pronto supo que llegaba a la mitad de la competencia: se acercaban las primeras casas de las afueras de una población triste y polvorienta. Un hombre de gorra, resoplando el mismo pito de la salida y agitando una bandera amarilla le hizo la señal de que diera la vuelta y regresara al punto de partida. Domingo no tenía carro acompañante ni ningún auxilio en la carretera. Solo su cantimplora de colegial con una fría agua de panela con limón que la había preparado temprano su mamá esa mañana de domingo. Con la mano izquierda se aferró a la parte superior del manubrio, con la otra abrió la tapa amarilla de su pescado rojo, se lo llevó a la boca y soltó un torrente dulzón y agrio que le devolvió la certeza de que estaba en su primera competencia como ciclista aficionado, y que iba al frente, ganando, como les había sucedido a casi todas las precoces figuras del Olimpo ciclístico nacional.
 
En la meta, nadie sabía de su proeza. La prueba no era transmitida por radio. Sus amigos, refugiados bajo la sombra esmirriada de unos árboles de trupillo, sobrellevaban la espera en los desfiladeros del tedio. Una sirena a la distancia los sacudió del letargo. Levantaron de golpe la cabeza y como tenían una visibilidad de unos dos kilómetros de la carretera, una recta como de pista aérea, exultantes y sorprendidos, lo identificaron a lo lejos por su pedaleo característico: las piernas las movía muy separadas de los tubos del caballo de la cicla y a cada pedaleo de una rodilla a otra saltaba la pintoresca cantimplora roja de plástico que colgaba entre los muslos. “No joda, allá viene el Dodo”, exclamó Rubén Darío.

El comisario del pito amarillo y la bandera a cuadros se acercó a la raya donde estaban aglomerados auxiliares, familiares y amigos de los competidores. Domingo cruzó primero. Había cumplido los primeros 45 minutos y los primeros 20 kilómetros oficiales como ciclista competitivo. Una extraña sensación turbó sus sentidos. Era una confusión nueva que lo hizo sentir atolondrado y alegre al mismo tiempo. Sus amigos lo rodearon entre risas y lo saludaron. Tampoco lo podían creer. Ni ellos ni nadie daban cinco centavos por él.

Pero, como un sensitivo lector de atmósferas, Domingo sintió la rabia y la sorpresa que causó su victoria entre la tropa de la liga de ciclismo, y entre los demás ciclistas, por la imprevista e indiscutible derrota propinada a Caravina. En cambio, para sus amigos fue como si ese día hubiera nacido una estrella inesperada.

La noticia de su victoria salió en las páginas deportivas del principal diario local. La recortó y la guardó en su cartera; cada vez que podía, en el colegio, en las fiestas, la exhibía con una mezcla de temor y orgullo. Con este insólito e inesperado golpe publicitario, se ganó un respeto imprevisto entre sus amigos de vecindario. Desde entonces comenzó a pensar en serio en el ciclismo. Quería dotar mejor su bicicleta, hacerla más competitiva, esto quería decir, hacerla más liviana de caballo y de repuestos, pero esto tenía un costo que no podía asumir en ese momento. A su mamá, dedicada a cuidarlo a él y a sus hermanos y a defender su endeble matrimonio, y a su papá, centrado en armar y desarmar su carro, en su empleo de profesor y en sus parrandas de amigos de los fines de semana, nunca les interesó su llamado por el ciclismo. Tampoco había un mecenas o un patrocinador a la vista.

Así que un tiempo después, recordó que su padrino de bautizo, amigo de su papa, vivía en la capital del país y del ciclismo, y le escribió para que le regalara una pantaloneta y una camiseta de ciclista. Así fue. Semanas más tarde recibió por correo una pantaloneta negra, de lana gruesa, con un refuerzo acolchado en el área de los genitales y parte del trasero, como las que utilizaban los ciclistas montañeros, y una camiseta roja con blanca, con los tradicionales bolsillos detrás. El regalo lo emocionó mucho. Con el tiempo también tuvo zapatillas de ciclista que compró con el ahorro de la merienda colegial o con los pocos pesos que ocasionalmente le regalaba su distraído padre.

Pero el acto que lo separó definitivamente de su condición de marciano, de forastero, de desadaptado, de “¡qué hace ese man aquí!”, en medio del ambiente ciclístico local, fue la instalación de un soporte metálico en su bicicleta para guardar una convencional caramañola de ciclista; entonces, devolvió a su hermano menor la insólita cantimplora encarnada que le acompañó en su primera victoria.

Sin embargo, Domingo sentía que ese no era un ámbito suyo, un escenario donde se sintiera a gusto. Sentía que el círculo ciclístico de la liga le recibía con la extrañeza del intruso, del carcamán que nada tiene que hacer allí. 

Después de la primera victoria, en las pruebas siguientes, Caravina lo tuvo entre ojos. No volvió a ganar. Con el paso del tiempo, de una manera inadvertida, perdió el interés por el ciclismo competitivo. No logró un nivel físico ideal ni llegó a ser el ciclista que le hubiera gustado; tampoco tuvo la cicla competente que hubiera deseado montar. Solo mantuvo una esporádica afición radial por ese deporte: cuando barría el patio de cemento de su casa, bañaba al perro guardián o lavaba los zapatos de deportes, escuchaba desde su grabadora negra las trepidantes transmisiones que dejaban sin aires a los narradores, en tiempos en los que el ciclismo nacional lo avivaban auténticos héroes del pedal, hombres menudos, aindiados, suburbanos, dispuestos a jugarse la vida en los vertiginosos descensos que enfrentaban acomodando la barbilla en el manubrio, empinados sobre los pedales y con las caderas elevadas, para cortar el viento, o que subían montañas empinadas como paredes, sentados en sus ciclas, imperturbables, impasibles, escarabajos.

A Domingo estas transmisiones lo ponían a soñar despierto; sin proponérselo, le enseñaron la geografía del país, la índole de sus gentes, las características regionales y la exhuberancia de su paisaje natural. Pero ante todo, el heroísmo, esa hermosa condecoración que la vida da a los que sienten la turbulenta e insaciable pasión por lo que hacen, a los que van más allá del simple éxito, de los oropeles de la victoria. Seres extraordinarios, valerosos, con algo de dioses en el ADN, que cuando uno los ve por la televisión tomarse una Coca Cola al final de un tramo, con la respiración regulada, sin señas de haber realizado un esfuerzo brutal, el prestigio pasa del hombre a la marca de la bebida y no al contrario, como es lo común. 

Y en la liga local de ciclismo no había epopeyas de heroísmo ni posibilidades de héroes. Solo burda competencia, retos menores, deporte de parroquia. Además, en los alrededores de la ciudad, faltaban carreteras que serpentearan montañas, un clima menos incandescente, pródigos relatos epopéyicos contados en la radio por narradores épicos, una masa aficionada que siguiera e imitara las proezas, en fin, una viva y rutilante cultura del ciclismo.

Sin señas de una herida grave en su cuerpo, sin una fractura en sus huesos, solo con la piel de la cara, los brazos y las piernas tostada por la canícula y la intemperie recurrente, y con la frustración intacta, Domingo no quiso saber más de entrenamientos ni pruebas. Desde entonces la bicicleta solo la utilizó para ir de paseo a la playa o para hacer algunas diligencias personales. Ocasionalmente, en sus horas vacías, luego de terminar los estudios del bachillerato, volvió a desarmarla, pero en la terraza de la casa, más lento, más apacible, casi triste, para que sus amigos llegaran a acompañarlo, le hablaran de cualquier cosa y lo vieran lavar las piezas oscuras, grasientas y terrosas en la gasolina reverberante que le transmitía ese frío sideral que le subía por los dedos y le corría por todo el cuerpo. 



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