Lunes de cementerio (crónica)

En las puerta de acceso al Cementerio Central de Bogotá, todos los lunes se derriten miles de paquetes de velas y veladoras. Es una tradición entre los capitalinos acercarse ese día a los campos santos a establecer comunicación con el mundo de los difuntos. Rezos, plegarias y novenas se ponen a la orden de cientos de miles de hombres y mujeres de todas las condiciones sociales, que comienzan a llegar desde las ocho de la mañana hasta cerca de la media noche.

Durante el día, cuando se permite la circulación de parientes y allegados por las avenidas y calles entre bóvedas y tumbas, por una medida de ornato los celadores del lugar persiguen cualquier intento desprevenido o no de encender una vela a las ánimas al lado de lápidas, columnas o muros interiores. Ellos están autorizados para apagar, decomisar y prohibir la presencia de las indefensas velas por la tiznadura que producen sobre las blancas paredes de la necrópolis del centro de la capital.

Entonces los católicos rogantes de las ánimas benditas o profanas han sido arrojados al andén. Allí, expuestos a que un vehículo demente atente contra sus vidas, pululan ventas ambulantes autorizadas con toda la parafernalia propia de estos ritos de profunda religiosidad popular: velas de sebo, veladoras de aceite de higuerilla forradas en papel celofán rojo, escapularios con imágenes religiosas para todas las devociones, estatuillas del Niño Jesús, estampas de santos, y sahumerios de todas las estirpes, desde el compuesto a base de ajo macho hasta el ofrecido a San Gregorio.

Al lado de estas ventas con olor a santidad, se establecen puestos de todo tipo de mercaderías. Allí se ubican los indios de mirada triste con su cargamento de sacos y abrigos de colorines, la señora madura con una pesada báscula para controlar el sobrepeso, el joven que detrás de una tabla inundada de baratijas ofrece todo lo que escoja a cuarenta pesos, la mujer gorda de delantal que en una olla humeante vende tamales y en la otra, envueltos, la joven que embutida en un desesperado jean blanco abanica las brasas que doran sus arepas de chócolo, y el hombre calvo que ofrece, manipulando los cabellos de una peluca de maniquí, pequeños utensilios para que las mujeres del más acá ricen sus cabelleras.

En el portal de la calle 26 es donde se forma la más vistosa romería. Una señora madura, luego de comprar un paquete de seis velas de sebo forradas en papel periódico por ochenta pesos, llega hasta la puerta metálica y con los nudos de los dedos golpea anunciándole simbólicamente a su difunto esposo, su presencia en el lugar. Enseguida se inclina para poner sus velas encendidas, iniciando después media hora de oraciones que mastica en silencio.

La Divina Comedia

Los fieles sintonizan con el infierno, el purgatorio o el paraíso, por diversas razones. Muchos ruegan por el descanso en paz de un ser querido, que en el caso de haber sido un pérfido terrestre, debe hallarse en uno de los siete infiernos que Dante Aliguieri con maestría describió en “La Divina Comedia”. En estos casos los familiares y allegados asisten los lunes de las ánimas a pedir directamente a Dios o indirectamente a través de un santo para que interceda por su salvación.

Mientras estos actos de comunicación trascendental se desarrollan con miradas al cielo o fijas en el suelo, en muchas ocasiones la inseguridad vestida de pobreza, amenaza sin piedad.

Muchas personas han sido atracadas en estos momentos de plegarias, sorprendidas indefensas por gamines o atracadores de oficio. Pero se ha creado la acusación de que estos actúan amparados por los vendedores ambulantes del lugar, que desmienten con  énfasis la situación. Además de que cuentan con una organización sindical que aglutina a cerca de 400 afiliados que en común acuerdo con autoridades distritales les permite responder por el orden, el aseo y el ornato del cementerio en estos lunes de ofrendas.

Ese día también se celebran cientos de misas al aire libre, tanto en el día como en la noche, por sacerdotes de diferentes órdenes religiosas. Los oferentes primero efectúan una donación indeterminada, luego dan su nombre y el del difunto a un cura joven que los anota en un cuaderno escolar. A continuación se celebra un acto religioso sobrio y sencillo, entre el fragor de la avenida El Dorado, rauda de vértigo.

Los martes un hombre flaco y encorvado limpia el sebo derretido el día anterior, por encargo del sindicato de vendedores ambulantes de velas y veladoras. También reacondiciona unos veladores metálicos que son puestos a un lado de la reja exterior del cementerio, donde se derriten cientos de velas entre relucientes chisporroteos de agonía y miles de capitalinos fieles a sus muertos.


Bogotá, 27 de abril de 1989

 

 


     

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